martes, 27 de septiembre de 2011

Alfonso y el Nuevo Mundo

Alfonso siempre fue un gran astronauta, de esos que no les importaba irse al otro lado de la galaxia a solas para ver qué se estaba cociendo por aquellos lares. Había viajado prácticamente por medio universo y conocía los rincones más insospechados, desde los planetas más lujosos hasta las estrellas más lúgubres, porque lo único que le importaba a Alfonso era el saber, y había llegado a la conclusión de que para llegar al conocimiento la vía más rápida era la experimentación. Así que el atrevido astronauta fue de los primeros en probar la sensorial comida de Ganímedes, que hacía que tu cabeza volara y volara mientras tus papilas gustativas estallaban de emoción. Inhaló los vapores sagrados de los Ancíades de Sagitario-Carina que hacían trascender tu alma más allá de tu cuerpo y mente y te revelaban verdades universales. Tomó los colores aromáticos de Axia-mondi, que deben ingerirse por los ojos y que te muestran los sentimientos de todos los que te rodean. Alfonso llegó incluso a beber el Glucis Negro de las Aracnomujeres de Afrodita, del cual dicen que muestra a los más valientes el día y sitio de su muerte, aunque Alfonso jamás confesó si llegó a ver su propia muerte o no.
Pero eso era lo de menos, no se trataba de ver el final del camino, porque el astronauta entendía que la meta en si misma eran todas y cada una de las vivencias y, por lo tanto, no tenía prisa por llegar a ningún lado, porque sabía que siempre estaba donde debía estar y que vivía lo que debía vivir. Y en estas estaba cuando su nave se estropeó y cayó en un pequeño y primitivo planeta desconocido de la Nube de Magallanes. Era tan pequeño que no aparecía en ningún mapa intergaláctico y tan primitivo que Alfonso no encontró allí las piezas necesarias para poder arreglar su nave. Así que, finalmente, nuestro experimentado cosmonauta se convirtió en un emigrante forzado.
Al principio, como es normal, aquello no le gustó, e incluso, debemos admitir que le frustró bastante, porque, al fin y al cabo, todas las aventuras que hasta ahora había vivido el hombre, y aunque quizá en planetas incluso peores que aquel, habían sido voluntarias y no obligadas como en este caso. Así que Alfonso no podía evitar recordar todo aquello que dejaba atrás en la Tierra: familia, amigos, amor... Todo parecía en aquel momento tan injusto, se sentía como si le estuvieran robando la vida, la capacidad de decidir, de ser libre, no era justo, definitivamente no lo era.
Pero, claro, el tiempo pasó, y poco a poco, a pesar de su oposición inicial, los nativos del primitivo planeta fueron conquistando el triste corazón del astronauta. Terminó aprendiendo sus costumbres, descubriendo que quizá fuesen más primitivos en algunas cosas, pero mucho más avanzados en otras. Terminó por encontrar la felicidad y el amor en aquel planeta, se permitió a si mismo vivir de nuevo al recordar que, como habíamos dicho, la meta no estaba al final, sino que siempre estaba donde tenía que estar y vivir lo que tenía que vivir.
Por supuesto, Alfonso sí que volvió a la Tierra después de aquella historia, pero eso es una aventura que contaremos en otro momento.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Calor

Llevo viviendo dentro de este volcán desde hace casi siete meses. En mi casa estaba raro, incómodo, notaba algo pero no sabía qué era, hasta que un día por fin me di cuenta: tenía frío, tenía mucho frío. Mi piso tenía calefacción central, así que a lo mejor el portero todavía consideraba que no era época para ponerla en marcha, pero es que yo tenía mucho frío, por lo que me compré un radiador de esos con ruedas y lo puse a todo trapo. Me lo llevaba a todos lados, al salón, al dormitorio, al baño, a la cocina, pero realmente no acababa de subirme la temperatura. Me pasaba el día tiritando, no podía esperar a que el portero se decidiera a encender la dichosa caldera, no tuve más remedio que contratar la calefacción de Gas Natural. Me la instalaron muy rápido, de un día para otro, y con eso puesto a toda mecha y el radiador también, me bajó un poco el frío, pero todavía no lo suficiente. Finalmente, mi portero puso en marcha la calefacción central. Ni por esas, con los tres tipos de calefacción yo seguía tiritando. Decidí cambiar de país y me mudé a Bombay, porque me habían dicho que era la ciudad más calurosa del mundo. No os creeríais el frío que pasé en Bombay, y eso que me había llevado mis calefactores conmigo.
Desesperado y al borde de la congelación decidí venirme a vivir al cono de un volcán activo. Aquí dentro no se está tan mal, bajo a la civilización a cambiar mis trajes de amianto estropeados y las bombonas de oxígeno, pero poco más, porque salir de aquí me supone acabar de nuevo tiritando. Rodeado de lava líquida ya no tirito, aunque reconozco que aún no es el calor que necesito. Lo único que subía de verdad mi temperatura era el roce de su piel, pero como eso ya no es posible, estoy pensando en que la próxima vez que baje al pueblo me pillo otro calefactor.

martes, 20 de septiembre de 2011

Midtown

Ella no lo entendía. Aquello estaba mal, el mundo se equivocaba y ella se había propuesto demostrarlo. Así que abandonó su asqueroso y minúsculo piso de alquiler, abandonó las duras calles que hasta entonces la habían mantenido y se fue a buscar a la Madre Gea. Decidió demostrar al mundo que la Naturaleza no tenía nada de sabiduría en sus acciones, que se equivocaba como un disléxico enfrentado a la lectura de una tesina.
Salió al mundo en su busca, por todos lados. Subió a los montes más altos, pensando que allí la encontraría, quizá en una especie de retiro espiritual, en alguna cueva escondida, como una prima lejana de Diógenes, en los Grandes Lagos, arropada por los bosques, en la Estepa Rusa, protegida por la fría nieve, o a lo mejor en el Sáhara, bajo el más implacable sol, o puede que en los recovecos aún vírgenes del Amazonas. No estaba en ninguno de esos lados. Recorrió los rincones más salvajes del planeta, encontró sus más bellas obras, pero la Madre Naturaleza no estaba en ninguna de ellas.
Volvió a casa derrotada y allí la encontró. Estaba literalmente tirada en un callejón, con un aspecto lamentable. Ella se acercó decidida, enfadada.
- Eres una mala pécora -fueron sus primeras palabras-.
- ¿Yo, por qué? -preguntó Gea levantando ligeramente la cabeza al notar que se dirigían a ella-.
- Todos dicen que eres sabia, pero si es así ¿por qué nos gustan las hamburguesas en lugar de las acelgas?, ¿por qué no haces que nos de asco el tabaco? -continuó ella con furia- ¿Por qué me hiciste hombre por fuera y mujer por dentro? La gente me odia por ser diferente, me desprecian, me abandonan, y todo es por tu culpa.
Gea la miró en silencio. Parecía meditabunda.
- Yo te hice perfecta -dijo al fin-, tan perfecta como las cascadas de Iguazú, como el Drago Milenario, como las selvas de Vietnam. Te hice perfecta para saber que el tabaco es malo y las acelgas buenas. Te hice perfecta para decidir quién eras y cambiar lo que no te gustara. Sois vosotros los que pervertís esa perfección con vuestro odio. Tú misma te has reído alguna vez de un gordo o una enana. Pero la perfección no está en ser todos iguales, sino en amar todas y cada una de las diferencias, porque son las que, al fin y al cabo, os hace únicos.

martes, 13 de septiembre de 2011

El nombre

Cuando nació decidieron llamarla Soledad, en recuerdo de algún familiar ya difunto. Así que desde el mismo día que entró en el mundo debió cumplir con la obligación de llenar el hueco de amor que había dejado otra persona, con la sobrecarga de llevar un nombre que pronosticaba una vida anónima y solitaria. Soledad. ¿Quién, en su sano juicio, elige un nombre tan triste para una niña? Llamarse así era para ella como una condena, un estigma que debía llevar por el resto de su miserable vida.
Nunca quiso que usaran diminutivos de su nombre, ni apelativos cariñosos. Habían decidido que se llamaría Soledad, y así tenía que ser. Y no es que estuviese realmente sola, no, que va, siempre estuvo rodeada de gente. Familiares, vecinos, compañeros de clase, compañeros de trabajo... Pero su nombre le pesaba como una losa dura y fría. No hay nadie más solo que aquel que se siente así rodeado de gente.
Su padre le contaba cuentos para dormir cuando era pequeña, y su preferido era el de la Bella Durmiente. Se imaginaba a si misma como aquella princesa maldita. Daba igual que la escondieran, no importaba que la hubiesen apartado de la Corte y de todos los objetos punzantes, porque al final, la aguja de la rueca encontró su dedo irremediablemente. Y así creía que era su destino. Su maldición había sido llamarse Soledad, y por mucho que buscara evitarla, finalmente llegaría a ella con todo su poder. Y desde la más temprana edad decidió que nunca se enamoraría, para evitar de esa forma cualquier atisbo de vana esperanza.
Sola, sola, sola. Un alma en pena, torturada por un nombre cruel. Y entonces conoció a Justo y, a pesar de la promesa que se había hecho de niña, no pudo evitar enamorarse de él. No quería, de verdad que no quería, pero uno no controla a su corazón, uno no decide cuándo y de quién se enamora. Esas cosas simplemente pasan. Así que Soledad vivía aún más triste que antes, porque creía que Justo acabaría de destrozar su maltrecho corazón después de haberlo encendido con una fatua llama de esperanza. Le rehuía, le trataba mal, le increpaba, intentaba alejarse de él con todas sus fuerzas, pero Justo la amaba y no la dejaría escapar. Finalmente, ella cayó en sus brazos, rendida, exhausta de amor. Y entre lágrimas le contó su maldición, como la de la Bella Durmiente.
- Soledad -dijo el muchacho después de oírla-, nuestros nombres no nos definen, sino nuestras acciones. Si te empecinas en tener una vida desdichada, es lo que tendrás. Pero puedes ser tan feliz como cualquiera, si te atreves a luchar y a conquistar la felicidad. La vida está llena de rescoldos, no le añadas tú más de los que trae por si sola.
Y así fue. Soledad y Justo fueron felices, con sus más y sus menos, pero felices. Tuvieron una hija y la llamaron Esperanza. El cuento de hadas de Soledad sí que fue como el de la Bella Durmiente, porque, para ser justos, hay que decir que la princesa estuvo condenada, pero que un apuesto príncipe la salvó.