miércoles, 30 de noviembre de 2011

El vertedero de los abrazos

El pobre abrazo estaba totalmente perdido. Se encontraba en una calle extraña, en una parte de la ciudad que no reconocía, así que le resultaba imposible encontrar el camino de vuelta a casa. No sabía muy bien cómo había llegado hasta allí. Pedro había quedado con Rosana para hablar, y habían decidido hacerlo en un lugar ajeno a su relación, por aquello de no tener influencias y ver las cosas con claridad. Estuvieron tomando un café tranquilamente, intentando esclarecer si lo suyo tenía futuro o no y, como siempre, acabaron discutiendo por la tontería más absurda. Rosana se despidió con los ojos vidriosos, aquello era el final, ¿o no? Pedro pensó por un momento que todo se podría arreglar con un simple abrazo. Sólo tendría que rodear con sus brazos a la chica, darle un cálido abrazo y susurrarle al oído "te quiero, ahora sí que saldrá bien", y entonces todo se habría solucionado. Es cierto, lo pensó, pero no lo hizo. En lugar de eso, se despidió con cierto aire dubitativo, quizá esperando que fuese ella la que diese ese paso que frenara aquel apocalíptico final. Pero ella tampoco lo hizo, así que se fue cada uno por su lado, y el pobre abrazo quedó abandonado a su suerte, en un barrio desconocido.
Aquello le atemorizaba, no conocía a nadie, no le sonaba nada. Intentó comunicarse con la gente, preguntar cómo podría salir de allí. Pero todos le miraban de manera despectiva, como si se tratase de un mendigo pesado en la puerta de un supermercado que te obliga a recordar cómo gastas impunemente tu dinero en tonterías mientras otros están pasando necesidades. Y de alguna forma era así, el abrazo perdido recordaba a los demás que también habían perdido alguno por el camino, por cobardía, por tozudez, por simple egoismo.
Entonces, un camión se detuvo justo a su lado. Se bajó un hombre bajito y cejijunto, que con un gruñido agarró al abrazo y lo subió a la parte de atrás del camión. El pobre abrazo estaba totalmente desconcertado. Llegaron finalmente a una especie de vertedero y el señor cejijunto empujó a nuestro protagonista obligándolo a salir del camión. Luego se marchó de allí, dejándolo solo nuevamente.
el abrazo miró a su alrededor confundido, y en ese momento, comenzaron a salir otros abrazos de los diferentes rincones.
-Bienvenido al vertedero de los abrazos -dijo uno de ellos al acercarse-.
-¿El vertedero de los abrazos? -preguntó el abrazo con curiosidad y miedo-.
- Sí, nos traen aquí cuando nuestros dueños nos desechan y no saben qué hacer con nosotros.
-¿Y por qué nos desechan?
- Vete tú a saber -respondió el otro encogiéndose de hombros-. Yo creo que la gente ha olvidado lo que es el valor de las cosas, el amor a los demás, el cariño. Si la gente se abrazara más, otro gallo les cantaría, pero hoy en día parece más un lujo que otra cosa.
- ¿Y ahora, qué nos pasará? ¿Nos quedaremos aquí para siempre?
- Bueno, eso es lo más normal. Aunque a veces, alguno de ellos recapacita y se atreve a venir buscando su abrazo perdido.
Así que el abrazo se quedó en aquel vertedero, sin perder la esperanza de que Pedro reflexionara y fuera a buscarlo para poder abrazar a Rosana como tenía que haber hecho aquella tarde.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Sonidos y silencios

Esto que estás leyendo son mis pensamientos. Quiero decir que si en lugar de escribirlo tuviese que explicarlo en voz alta me sería imposible. Esto no es porque mi aparato fonador no funcione, que lo hace perfectamente, lo que no funciona es mi oído. Soy sordo de nacimiento, completamente sordo. La gente tiene la costumbre de llamarnos sordomudos, pero que no hablemos no significa que no podamos articular sonidos. Esto lo demuestro yo con unos gritos que, al parecer, son absolutamente estupendos.
En mi cabeza no existen los sonidos, ninguno de ellos, y a lo máximo que llego es a asociarlos con las vibraciones, ya sabes, en el plexo solar, soy capaz de sentir las ondas sonoras. Esto me vale para quedar bien cuando voy con los amiguetes a cualquier discoteca. La gente flipa cuando me ve bailar al ritmo, incluso alguno cree que le estoy tomando el pelo, que no soy sordo realmente. Yo lo llamo mi número de magia.
Mi Padre es médico, un cardiólogo de afamada reputación, de esos que están acostumbrados a que todo en su vida sea perfecto. Así que cuando yo nací, la cosa se le torció bastante. Mi padre debía tener un hijo perfecto y no lo que yo era. Mi madre siempre ha sido muy complaciente con él, pero cuando mi padre decidió que debían operarme, ella se opuso rotundamente, por fortuna para mi, porque esas operaciones son peligrosas, te hurgan en el cerebro y no siempre tienen muy buenos resultados. Ante el fracaso de su propuesta, mi doctorado padre optó entonces por separarme de la comunidad sorda, no permitió que yo aprendiera el lenguaje de signos y que sólo me comunicara con oyentes, leyendo los labios. Mi padre no entendía lo que me pasaba por la cabeza, ¿has intentado imaginar como serían tus pensamientos en el más puro silencio? Mis ideas son sólo imágenes, por eso es tan importante para mi aprender el lenguaje de signos, una lengua apoyada exclusivamente en imágenes que me permite pensar con claridad y expresar lo que realmente siento.
Finalmente, crecí y me independicé. Ahora voy a la asociación de sordos a aprender a comunicarme en mi lengua materna. Mi padre está enfadado, pero espero que algún día lo entienda. No tienes ni idea de lo que es estar totalmente aislado. Tú cuando llegas a tu casa, pones la tele, la radio, el ordenador, escuchas música, oyes las noticias mientras haces de comer, etc. Yo estaba solo, imposibilitado, incapaz de comunicarme. Hoy soy libre, tengo amigos, hablo y expreso mis sentimientos. Ya no me dejo ninguno dentro. Por eso, cuando veo a alguien que es capaz de hablar, de comunicarse con su entorno, y en lugar de eso, decide no hacerlo y se queda aparte del mundo por propia elección, siento una terrible pena, porque si no expresas lo que sientes, entonces nunca compartiras nada con los demás, te negarás a ti mismo la posibilidad de ser feliz.

viernes, 4 de noviembre de 2011

La despedida

Fran entró en el piso en silencio. Estaba oscuro, no había nadie. Así era mejor. Encendió la luz del pasillo y arrastró los pies hasta la entrada del salón. Al dar al interruptor, observó que había demasiada luz. Habían quitado la lámpara. Solo quedaba una bombilla pelada, triste y sola, que alumbraba con cruda luz, apartando las tímidas sombras. Las cajas se apilaban por entre los muebles, cada una de ellas con una pequeña nota escrita con rotulador permanente indicando el contenido de su interior.
Los dos sofás estaban libres, pero Fran se sentó en el suelo y se dispuso a comer. Había comprado un kebab de cordero en la esquina, donde siempre. El dueño ya le conocía perfectamente y sabía lo que él pedía cada vez. Se extrañó al ver un brillo diferente en sus ojos al pagar, pero no dijo nada. No tenían esa intimidad que te permite preguntar a la otra persona porqué está a punto de llorar. Fran cruzó las piernas y se apoyó en la pared bajo la ventana. Le gustaba aquel rincón, era donde la pequeña Flora solía echarse a tomar el sol mientras se lamía el pelaje suavemente. Pensó que quizá sería una buena idea comer con la tele puesta, pero también había desaparecido. En realidad, no había nada en el aparador salvo el mueble en si mismo. Entonces se fijó en aquel detalle. Faltaban las fotos, todas las fotos, hasta las de las paredes. Era curioso que no se hubiese dado cuenta hasta ese momento. Quitó la parte superior del papel albal de su comida, solo la superior para no manchar el suelo, porque no sabía si todavía quedarían el cubo y la fregona en el piso. Comió en silencio, bajo la fría luz acusadora de la desnuda bombilla. Mientras masticaba lentamente, observaba todo a su alrededor, era como ver una película a cámara lenta. La ausencia dominaba el salón, las paredes, el mismo aire.
Cuando terminó de comer, recogió los restos y los depositó en la bolsa que el dueño del kebab le había dado. Se levantó y fue a la cocina para tirar la bolsa. Efectivamente, no había cubo de la basura. La nevera estaba abierta. La habían vaciado y desconectado. Se guardó la bolsa con los restos en un bolsillo de la chaqueta y se dirigió al baño. Tuvo que abrir la llave de paso para poder mojarse las manos. Se secó en los pantalones mientras dudaba si hacer o no su último movimiento. Al fin, se decidió a hacerlo.
Se paró en la puerta del dormitorio, no tenía fuerzas para entrar. Encendió la luz desde fuera. La lámpara la habían hecho juntos, con papel y unas plumas de colores, hacía mucho tiempo ya. Era demasiado frágil para quitarla sin que se rompiera, demasiado frágil. La bombilla brilló con crueldad. El armario empotrado estaba abierto de par en par, tampoco había nada. Pero la cama seguía estando. En realidad, el canapé y el colchón desnudo, frío, gris, impersonal. Era imposible adivinar cuántas horas de felicidad se habían acumulado sobre aquellos muelles. Ahora ya no quedaba ninguna.
El chico regresó al salón arrastrando todavía los pies, rebuscó entre los cajones del aparador y encontró un lápiz gastado, pero todavía con punta. No había papel por ningún lado, así que no tuvo más remedio que escribir en una de las servilletas que le habían sobrado de la comida. Con letra confusa y la servilleta medio rota escribió una sola palabra. "Adiós".
Dejó las llaves sobre la mesa y salió del piso. Se paró un momento en la puerta, en un último intento de mirar atrás, pero no tuvo valor para hacerlo.