lunes, 3 de diciembre de 2012

El pescador de sueños

Al principio, cuando la funcionaria de la oficina de empleo le ofreció aquel puesto de trabajo, a Luis no le pareció muy buena idea. Él no tenía ni idea de cómo se hacía aquello, en fin,  no sabía ni de qué iba la cosa,a pesar de que era ingeniero naval, pero, claro, la verdad es que no estaba el panorama como para andar desechando nada. Así que finalmente aceptó la oferta y se convirtió en un pescador de sueños.
Y así fue como comenzó su nueva vida. Luis se levantaba muy temprano todas las mañanas y, tras un buen desayuno, se subía a su pequeña barca y se adentraba en las turbulentas aguas del mar onírico, el mar donde se perdían todos los sueños que no llegaban a buen puerto. Con tranquilidad, Luis colocaba su caña en posición y se disponía a rescatar todos los sueños y las ilusiones perdidas. La primera vez que pescó algo fue el sueño de Alicia, que desde los cinco años había soñado con ser una famosa cantante, pero la vida y las circunstancias le obligaron a abandonar aquel deseo a la deriva. Luis lo levantó con la caña y lo recogió con suavidad con una red hasta colocarlo suavemente en la cesta. Alicia ya no cumpliría su sueño, pero ahora otra persona podría aprovecharlo. Fue un momento emocionante, aunque luego esta fue una de las pescas más frecuentes en su trabajo.
Pasó el tiempo y Luis se hizo un experto pescador. Había un montón de sueños como el de Alicia, de gente que quería cantar, actuar, bailar... pero también había otros que eran muy diferentes e interesantes, como el sueño de Gabriel de ser domador de elefantes, un sueño que pesaba una barbaridad, o el sueño de Lucía de convertirse en una arriesgada trapecista, o el de Alfonso que quería llegar a ser un gran explorador. Eran sueños bonitos, diferentes, tanto que eran mucho más difíciles de colocar que los otros más comunes. 
Luis llegó a estar muy a gusto con su trabajo de pescador. Es decir, tenía un  buen sueldo, con sus pagas extra y sus vacaciones, además de no tener jefe directo ni nadie que le diese el coñazo, y los sueños que pescaba eran bonitos, algunos muy originales. Resultaba un poco triste pensar que esos sueños no se realizaron, que no llegaron a convertirse en reales, pero Luis se consolaba pensando que gracias a que él los rescataba quizá otra persona pudiera llevarlos a cabo.
Y así fueron pasando los años, con muy pocas novedades o sobresaltos. Luis seguía encontrando sueños curiosos, como el de Fernando, que quería construir el zoológico más grande del mundo y conservar en él a todas las especies en peligro, o el de Cristina, que soñaba con ser la primera persona que viajase a otra galaxia, y sueños comunes como el de Sara de tener una familia y un hogar o el de Antonio, que lo único que quería en la vida era que le cogiesen para entrar en la casa del Gran Hermano. Luis los recogía todos sin distinción, siempre había alguien a quién le interesaría cumplirlos.
Un día, Luis pescó un sueño suyo. De primeras no lo distinguió, porque ya había pasado mucho tiempo desde que lo había desechado, pero luego se dio cuenta de que le pertenecía. Era el sueño de Luis por irse a vivir a otro país para trabajar de su verdadera profesión, ingeniero naval, aprender idiomas y tener un montón de experiencias diferentes. Aquel sueño se le había hecho pesado, era difícil alejarse de la familia, de los amigos, era difícil vivir sin apenas dinero, y en un país en el que ni siquiera podrías comunicarte con fluidez. Así que Luis simplemente, lo había abandonado.
Un poco confuso, decidió no llevar su sueño al departamento de recolocación. Lo dejó sobre la mesa de la cocina y lo observó atentamente. Le daba miedo pero no podía dejar de observarlo. El trabajo de pescador de sueños le proporcionaba estabilidad, calma y aprobación por parte de los otros, era un buen trabajo. Sin embargo, Luis no podía evitar la llamada de aquel sueño. Si su vida era tan buena, ¿por qué no podía apartar los ojos de aquello que estaba encima de la mesa?
Así estuvo toda la noche, mirando y pensando. Al día siguiente, Luis presentó su dimisión en el trabajo. Tenía algo de dinero ahorrado y había comprado un billete de ida para Holanda. Sus familiares y amigos no lo entendían, estaban escandalizados, ¿cómo podía abandonar la seguridad de la vida que llevaba para lanzarse a la locura de perseguir un sueño? Pero Luis ya no tenía dudas, porque después de la experiencia de trabajar como pescador de sueños había comprendido que abandonarlos puede proporcionar seguridad, pero desde luego, no felicidad, ¿y para qué quiere nadie una vida segura si al final de ella te das cuenta de que no has sido feliz?

miércoles, 25 de julio de 2012

Des-nudos

Gabriel nació con una pequeña particularidad en los ojos: era incapaz de ver cualquier tejido. Al principio no fue consciente de aquel defecto óptico, allí, en la sala de partos, pues veía a todo el mundo como él mismo estaba. La cosa es que luego, después de darle un baño refrescante le pusieron alrededor de la piel algo invisible. Con los años, no perdió la fascinación por aquellas cosas imposibles de ver con las que le envolvían. Era realmente extraño, porque aunque todas las ropas eran igual de invisibles para sus ojos, el tacto que provocaban era notablemente diferente. Normal, no es lo mismo una camisa de seda que un pantalón vaquero. Lo mismo le pasaba con la cama, por ejemplo. Incapaz de ver las mantas, sábanas e incluso el algodón que envolvía el propio colchón, Gabriel se acostaba hipnotizado ante los muelles sobre los que su cuerpo flotaba de una manera casi mágica.
En esos primeros años, sus padres creyeron que la forma en que Gabriel miraba las ropas, la cama, el sofa, etc, era la normal curiosidad de la etapa inicial de una vida. Pero El niño fue creciendo y esa curiosidad no desapareció, muy al contrario, fue aumentando y trasladándose a otros campos. Cualquier cosa hecha de tela, un mantel, un forro, una cortina, todo era imposible de observar para él y la reacción de los demás frente a aquello que para él no existía le llamaba poderosamente la atención.
Ya con cierta edad, le llevaron a la playa y allí observó dos cosas que despertaron su curiosidad: la primera eran los niños que jugaban con cometas, cosa que para él era los niños que elevaban los brazos hacia el cielo, echaban a correr y reían, y la otra era el comportamiento de la gente. La personas en la playa se comportaban diferente. Gabriel no entendía que esto era debido a la falta de ropa, porque su entendimiento del tema no pasaba del sentido del tacto. En la ciudad, la gente se movía de forma diferente, más seguros de si mismos, audaces, fuertes, en comparación con sus mismos movimientos en la playa, que eran torpes, asustadizos, intentando a veces incluso taparse con las manos. Y lo más curioso de todo esto era que nadie parecía darse cuenta de ello, salvo el propio Gabriel.
Aquello le maravillaba. Gabriel no paraba de observar a la gente, sus movimientos, sus relaciones con el entorno, con los demás, y llegó a la conclusión de que todos eran frágiles, que había algo en la ciudad que les asustaba, y esa era la razón por la que exhibían aquella actitud agresiva, pretendidamente segura y fuerte.
Su mirada profunda empezó a asustar a todos. La gente se sentía observada, desnuda bajo sus ojos. Cuando hablaban con él, parecía como si supiera perfectamente cuán asustados podían sentirse, así que comenzaron a evitarle. Sus amigos le rehuían con excusas baratas, hasta sus propios padres se dejaban ver cada vez menos. Nadie soporta que descubran su coraza, nadie soporta verse desnudo frente a los demás. Pero Gabriel, con su pequeño defecto genético, lo entendió todo. Nudos, eso es lo que tenemos todos dentro. A medida que vamos creciendo, se nos van enredando nudos y más nudos, que nos atrapan, que nos impiden avanzar, ser felices. Así que estar desnudos es eso, librarse de todos esos nudos que nos atan a la miseria. Y, como los demás eran incapaces de verlo, Gabriel decidió que esta era su misión en la vida, Nunca más volvió a ponerse una ropa encima, y se mostró siempre a los demás como él mismo los veía a ellos, des-nudo.
Al principio, esto chocó a las personas de su entorno, pero poco a poco, dejaron de temerle, de sentirse desprotegidos frente a él, ya que Gabriel aparecía con todos sus miedos e inseguridades, con su completa humanidad. Porque, en el fondo, todos seguimos siendo pequeños asustadizos, y escondemos esa fragilidad bajo un montón de telas con el pretexto de que nos sirven de abrigo.

jueves, 21 de junio de 2012

Dulzura rima con ternura

El día que se casó con Jesús, Cecilia se sintió la mujer más afortunada del mundo. Su marido era bueno, cariñoso, responsable y guapo, no se podía pedir más a la vida. Lo conoció una tarde lluviosa  en una cafetería, tomando un chocolate caliente para combatir el frío. Jesús se acercó a ella y le dijo que al verla tomar el chocolate había entendido cómo una mujer podía ser tan dulce. Era el piropo más bonito que le habían dicho jamás. Al día siguiente, El hombre apareció en la cafetería con una caja de bombones para ella, y al siguiente, con una gigantesca bolsa de gominolas. Ella reía encantada, decía que aquello la iba a poner como un tonel, pero él respondía que era la mujer más dulce que había visto jamás, y que no podía permitir que aquella dulzura se diluyera lo más mínimo. Aquel amor no entendía de flores ni de joyas, sólo de dulces y pasteles, de azúcares y chocolates, de helados y barquillos. Y Cecilia entendió que era el mejor amor del mundo, porque todo el mundo sabe que dulzura rima con ternura.
Cuando por fin decidieron pasar el resto de sus vidas juntos (aunque probablemente, esto ya le habían decidido en el mismo momento en que se conocieron), Jesús construyó el hogar más dulce que nunca había existido. Los ladrillos eran del chocolate más negro y las puertas y ventanas de un hermoso mazapán, los picaportes eran fresas de gominola y los cristales de caramelo de diferentes sabores, el alféizer de las ventanas eran de regaliz del rojo y los marcos de las puertas, del negro. El turrón fue usado para construir la chimenea y los polvos pica-pica para encenderla; el camino de entrada fue asfaltado con peladillas y la cama de matrimonio del más mullido algodón de azúcar. La casa entera era un templo al amor de la pareja, en aquel hogar sólo cabía ser feliz. Y entonces, Jesús murió.
Son esas cosas que pasan cuando menos te lo esperas. Cuando crees que por fin la vida te recompensa por tantos años de sufrimiento y soledad, ella va y te arrebata lo que más quieres. Jesús se fue, poco importa si por un accidente de tráfico o una enfermedad mortal. Cecilia se quedó sola, triste y ni todo el azúcar del mundo pudo ahogar su profunda amargura. La mujer se fue recluyendo, refugiada en sus más acaramelados recuerdos, dejó de tener interés en el presente. Mientras revivía una y otra vez su primer encuentro en la cafetería, sus cabellos encanecieron y ella no se molestó en teñirlos, porque Jesús no estaría allí para verlo; mientras rememoraba su maravilloso primer beso, las ropas se le gastaron, estropeadas, rasgadas, y a ella le daba igual, porque él no podría darse cuenta; mientras recordaba cómo hacían el amor, la piel comenzó a arrugársele y una enorme verruga le creció en la nariz, y ya no es que él no lo viera, es que ya ni Cecilia misma era capaz de ver su terrible aspecto. Sola, triste, amargada, oscura, enclaustrada en la casa más dulce que el amor jamás construyó.
Y ahora vienen esos asquerosos niños, Hansel y Gretel, y sin ninguna consideración se lían a mordiscos con su hogar. ¿Es o no es para comérselos?

martes, 13 de marzo de 2012

El extra

Me he convertido en un extra del guión de mi propia vida. Me he dado cuenta esta mañana, cuando he me he puesto a revisar el guión mientras desayunaba. Al principio, pensé que se trataba de un error, pero en la segunda lectura ya he salido de dudas. ¡No tenía ni una frase en todo el guión!
Al parecer, primero mi perro me ladrará para que le saque a hacer sus necesidades antes de ir a trabajar. Yo le miraré con resignación y le pondré la correa. En el parque me encontraré con la vecina del cuarto, esa que tiene un Yorkshire que cuando ladra hace el mismo sonido que ella al reír. La vecina me saludará enérgicamente preguntándome qué tal estoy, pero cuando yo haga un gesto de responder, directamente comenzará a contarme toda su vida con pelos y señales, su marido que se pasa el día gruñendo mientras ve el fútbol, su hijo que no da palo en la universidad, con lo que les cuesta la matrícula, y su Yorkshire, que es su única alegría pero que se pelea con todos los perros del barrio. Cuando por fin vaya a dejarme meter baza, el maldito bicho la emprenderá contra mi pobre Freud, así que no me quedará más remedio que irme sin decir ni esta boca es mía.
La prota de la segunda escena de mi vida será mi portera, que me pillará saliendo del edificio con intención de irme a trabajar. Me perseguirá hasta el autobús sin parar de recriminarme que ayer sacara la basura después de la hora de recogida, que ella no es esclava de nadie y no puede estar recorriendo las escaleras enteras de arriba a abajo a todas horas. En el autobús intentaré dar los buenos días al conductor, pero es de esos que van con gafas de sol para que nadie se dirija a él, por lo que me ahorro el intento. Lo de esa escena es menos evidente que no hablo, porque nadie lo hace, todo el mundo va con cascos o leyendo en esos modernos libros electrónicos, o las dos cosas.
Nada más llegar a la oficina, me estará esperando una de las secretarias para decirme que mi jefe me busca para echarme la bronca. El otro no me dejará ni abrir la boca, me echará la peta por lo del proyecto que mi compi ha dejado a medias y que por lo visto es responsabilidad mía el que el otro no haya hecho su trabajo, sobre todo si el otro es cuñado de tu jefe. Me pasaré el resto del día solo, encerrado en el despacho, intentando arreglar el desaguisado del cuñadito, el cual, por cierto, se pasará así como a última hora para decirme que si el jefe o su hermana preguntan por él, que diga que está currando conmigo y que ahora mismo se encuentra en el baño. "Hoy por mi y mañana por ti" me dice mientras me guiña un ojo. Ni siquiera esperará a que le responda. se irá antes.
Llegaré a casa ya de noche, veré a la portera trasteando en la portería, y aprovecharé un descuido suyo para colarme en el ascensor. Freud me saludará con un ladrido poco efusivo. Antes se alegraba mucho al verme, pero ahora lo hará sin ganas. A nadie le da alegría ver a un extra.
Ni una frase, en todo el día. He pasado de ser el prota de mi vida a ser una figuración especial con frase y finalmente un extra mudo. Es duro no pintar nada en tu propia vida. Aunque supongo que es culpa mía, porque yo nunca quise ser prota, no me gustaba llamar la atención. Intentaba pasar desapercibido al máximo, por aquello de que cuanto menos se fijen en ti, menos problemas tendrás. Pero he puesto tanto interés en ello, que ahora ya no pinto absolutamente nada en esta peli. Desde luego, es verdad que así tengo menos problemas, pero de lo que me he dado cuenta es de que, sobre todo, lo que menos tengo son alegrías.

miércoles, 7 de marzo de 2012

El invierno enamorado

Otoño supo que aquella pasión había acabado cuando comenzaron a caérsele las hojas. Invierno y otoño llevaban juntos mucho tiempo, desde que se conocieron la primera vez no pudieron separarse más. Pero nada es para siempre, y finalmente, el aire melancólico de Otoño hizo mella en la relación. Todo se iba enfriando cada vez más, la chispa había muerto, no había ni siquiera ganas de discutir. Hasta que un frío 23 de diciembre, Otoño se marchó.
Invierno se quedó solo, desconsolado, perdido y sin rumbo por entre el gentío que celebraba los excesos de la navidad y el fin de año. Así que todos aquellos que os preguntais porqué os sentís tan desdichados en esas fiestas, ya sabéis que la respuesta es la desolación del corazón roto del pobre Invierno.
La soledad se hizo cada vez más patente, comenzando el año sin tener con quién, encontrando a cada esquina un recuerdo que creía haber perdido y que le arrancaba cruelmente otro trocito de su indefenso y frágil corázón de hielo. Invierno tapó todos los marrones y ocres con el blanco más puro, en un intento de reclamar la atención de Otoño, como diciendo que sus colores eran corruptos, malvados, frente a la pureza de su blanco dañado. Son esas cosas que hacemos para intentar de manera vana mantener un contacto con quien ya no quiere saber nada de nosotros. Pero el otro no respondió, no dio señales de vida. Entonces, Invierno optó por la estrategia de hacer que la cosa iba estupendamente, que era feliz y todo eso, así que en febrero montó unas fiestas de carnaval de agárrate y no te menees, con un montón de colores y músicas. Pero Otoño tampoco se dio por aludido, porque la verdad es que cuando algo se acaba, se acaba, y las mil estrategias que montemos solo sirven para anclarnos en el pasado y el dolor. Invierno comprendió esto y por fin dejó escapar el llanto tanto tiempo contenido durante el entierro de la sardina.
Llegó marzo y con él la tranquilidad. Invierno había dejado que el dolor se fuera, cerró la puerta y se encaró a la soledad con firmeza y serenidad. Ya no tenía miedo, estar solo no es tan malo, le ayuda a uno a conocerse mejor, y descubrir cosas maravillosas de tu propia persona. Y en esta serenidad, de repente, percibió un nuevo calor. Levantó la vista hacia la dirección desde donde llegaba aquel calor y entonces vio a Primavera, hermosa, esplendorosa, rodeada por los colores más vivos y la mirada más brillante. Y de esta manera, cuando ya lo daba todo por perdido, Invierno volvió a abrir su corazón, y el 23 de junio, Invierno y Primavera tuvieron un hermoso y radiante bebé al que llamaron Verano.

sábado, 25 de febrero de 2012

Desde la penumbra

Nunca he sido de mucho dormir, supongo que porque mi cabeza siempre anda trasteando con cosas, planes, decisiones, y un millón de cosas más. Soy así, no lo puedo evitar, me acuesto pensando y me levanto a las cinco horas repensando. Doy un par de vueltas en la cama intentando volver a enganchar el sueño, pero sé que es inútil. Me levanto a por un vaso de agua y regreso al dormitorio. Me siento frente a la cama y desde la penumbra la observo dormir. Ella sí que duerme. Ocho, nueve y hasta diez horas si la dejan. Y yo la dejo, porque nunca es tan perfecta como cuando está dormida, con ese aire casual que la envuelve.
Siempre se queja que la calefacción está muy alta y se muere de calor en la cama, yo le digo que como es calefacción central no se puede hacer nada para bajarla. Pero es mentira, en realidad, la dejo así para ver como se destapa en sueños, dejando en libertad su maravilloso cuerpo, con esa piel lisa, tersa, marmólea. Me imagino a mi mismo acariciando esa suavidad hecha epidermis. En mi mente, veo como mi mano repasa amorosamente todas sus curvas. Solo en mi mente, nunca me atrevo a tocarla de verdad, tengo miedo de que al hacerlo ella desaparezca y que todo sea un sueño.
Ella gime un momento, lo hace a menudo, porque siempre tiene sueños intensos, para ella todo es real, tanto despierta como dormida. Yo adoro sus gemiditos. Son como pequeñas notas musicales que me acompañan en mi penumbra. Los emite con los labios ligeramente entreabiertos. Yo lo observo con atención, deseando secretamente besarla hasta el amanecer, pero no lo hago, porque tengo miedo de que al intentarlo, todo se desvanezca y descubra que realmente estoy solo.
Como inquieta, se revuelve contra la almohada. Un mechón rebelde de su cabello le cruza el rostro y compruebo una vez más que la perfección no tiene límites. Porque ella no hace nada, simplemente duerme, y sin embargo,  observándola yo desde la penumbro encuentro todas las razones del mundo. Quiero besarla, abrazarla, quiero quererla, poseerla, hacerle ver que estaré por ella y para ella, que me hace feliz simplemente verla dormir. Y pienso que la única manera en la que llegaría a ser más feliz aún es que algún día yo duerma un montón de horas seguidas y que, al despertar, encuentre que ella está en esta silla, observándome desde la penumbra.

lunes, 20 de febrero de 2012

Limosna de amor

Nicanor era un vagabundo de lo más extraño. Todos los días aparecía a media tarde en la plaza del pueblo, con un viejo estuche y una destartalada silla de playa. Entonces se sentaba tranquilamente, y sacaba su trompeta del desgastado estuche. A pesar de la edad del instrumento, casi tanta como la que tenía el propio Nicanor, aún conservaba algo del resplandor de su glorioso pasado. El anciano le pasaba al instrumento un pañuelo con delicadeza por todos y cada uno de sus recovecos y pistones. Cuando por fin estaba listo, entonces tocaba. Era una melodía hermosa, cálida, llena de amor. Cuando la gente la escuchaba, no podían evitar parar un momento sus corazones para disfrutarla. Los amantes entrelazaban las manos, los padres abrazaban a sus pequeños, los primerizos se rozaban tímidamente con las puntas de los dedos. Entonces, cuando la canción terminaba, Nicanor volvía a guardar la trompeta, recogía la sillita y abandonaba la plaza. Y así todos los días, desde hacía ya casi cincuenta años.
alguna vez hubo alguien que intentó darle una limosna, porque en honor a la verdad, hay que decir que el pobre viejo tenía más bien pinta de vivir en la calle y de la caridad, pero Nicanor siempre se negó a aceptar ni una sola moneda, ni tampoco alimento alguno. Y cuando le preguntaban que qué era entonces lo que quería, lo que necesitaba, el siempre decía lo mismo: lo único que quiero es amor.
Aquello era muy extraño. Las personas no van por ahí regalando amor a cualquier desconocido, y menos a un anciano con pinta de pordiosero, así que ante su respuesta, todos le sonreían y se marchaban discretamente. Nadie lo entendía, como tampoco había quién entendiera que siempre tocara la misma melodía y que siempre lo hiciera delante de aquella  casa cerrada y medio derruída de la plaza.
Ella se llamaba Gregoria, pero el nombre no le hacía justicia. Nicanor no pudo pensar en nada más desde el primer día en que sus ojos se cruzaron, pero él era incapaz de decirle nada, no creía que tuviese alguna posibilidad con una mujer tan hermosa, tan inteligente, tan infinitamente perfecta. Atormentado por su propio amor, le compuso aquella sobrecogedora canción, pero por supuesto no se atrevió a tocarla para ella. Simplemente, se sentó frente a la fachada de su casa, y la tocó. Y a la siguiente jornada volvió a hacer lo mismo, y a la otra, y a la otra... Gregoria, sin apenas saber de su existencia, vivió una vida plena. Se casó, tuvo hijos, nietos, se quedó viuda y finalmente murió, y durante todos esos días de su hermosa vida, le acompañó la hermosa melodía de Nicanor.
Hacía ya años que ella había abandonado este mundo, pero el viejo trompetista seguía acudiendo fiel a su cita, mendigando amor. Finalmente, una chica salió de la casa mientras él tocaba y se le acercó.
- Hola -dijo tímidamente-, soy la dueña de la casa. He venido a recoger un par de recuerdos porque la vamos a echar abajo, y me he encontrado esta nota de mi abuela. Creo que es para usted.
Nicanor tomó la nota tembloroso, sacó las gafas de vista y se las colocó.
"Nicanor, quería darle las gracias por todas las tardes musicales que me ha proporcionado desde hace tantos años. Siempre he esperado que viniese usted a hablar conmigo, antes de que mi Andrés viniera a pedir mi mano, y después de que nuestro bendito Dios decidiera llevárselo con él. Pero ahora ya me he hecho a la idea de que usted no se atreverá a verme. Así que no me quiero ir sin despedirme y darle las gracias por tanta felicidad que me ha proporcionado y por tanta otra que quizá en otro mundo pudo haber sido. Le deseo la mayor de las alegrías en su vida y todo el amor que a mi no me ha permitido regalarle. Que Dios le bendiga".
Dos amargas lágrimas cayeron sobre el papel, pero el anciano las secó rápidamente, y guardó la nota con todo el cuidado del mundo. Y al día siguiente volvió a su sitio, a tocar, y al otro, y al otro, hasta que un día ya no volvió más, y todo el pueblo pareció sumirse en un melancólico silencio.

lunes, 30 de enero de 2012

El corazón cantarín

Todo el mundo pensaba que Mario era un chulillo, de esos que se hacen los chicos duros para que todas las chavalas acaben como locas detrás de ellos. Pero esto no era cierto, en realidad, Mario era muy poco consciente de su atractivo, y lo que la gente consideraba chulería era más bien despiste y una autoestima un poco tocada. A priori nadie podría creer esto, porque era un tipo realmente guapo, pero son cosas que pasan, una infancia difícil puede hacer mella hasta en la cara más bonita. Así que desde pequeño, el chaval aprendió que lo mejor era pasar desapercibido. Que nadie se fijara en él era la forma ideal de evitar los problemas. Ya de niño empezó a usar su mejor cara de apático cuando las vecinas y demás alababan su belleza y cuando se convirtió en un adolescente guaperas y todas las chicas le miraban al entrar en los sitios, aprendió a mirar hacia el infinito mientras se movía entre todos, para evitar cualquier tipo de contacto visual. Finalmente, esto se convirtió en un hábito tal que un día, Mario olvidó el motivo por el que se había alejado tanto del resto del mundo. Y lo que realmente era una autoestima dañada, él terminó por acuñarlo como un "despiste incurable".
Los problemas empezaron el mismísimo primer día de trabajo. Era verdad que estaba nervioso, la entrada al mundo laboral (el de verdad, no esas cosas que haces en verano para ganarte unas pelillas) es el paso definitivo para entrar en la edad adulta, así que es normal que te sientas un poco inquieto. Pero lo cierto es que todo se estaba desarrollando bien en la oficina, hasta que apareció Elsa para pedirle que preparara unos documentos para nosequé presentación. Él no pensó nada en concreto, simplemente le sonrió y se dispuso a preparar lo que le había pedido la otra. Y en aquel momento sonó la canción. Al principio era algo muy bajito, casi inaudible, de forma que a Mario le pareció el típico zumbido que se te pone en los oídos, pero poco a poco, aquello fue subiendo de tono, hasta que se empezó a distinguir una cursi canción de amor. El chico desconocía por completo la fuente de aquella voz, no tenía ninguna radio cerca y en el ordenador no tenía puesta ninguna música. El sonido se fue haciendo cada vez más fuerte, y Mario puso su despacho patas arriba en busca del origen de la dichosa canción. Cuando ya no quedaba ningún rincón por registrar, de repente, el chaval se dio cuenta de que el sonido provenía de su interior. Era su corazón el que cantaba aquella empalagosa canción. Y tan pronto como había comenzado, paró.
Aquellole sumió en un mar de dudas, pero terminó por dejarlo como algo anecdótico. Al día siguiente, llevó los documentos al despacho de Elsa, y justo cuando entró, empezó a oír el ligero soniquete de la puñetera canción. Casi le lanzó los papeles a la mesa y salió despavorido a encerrarse en su propio despacho hasta que su corazón terminó de cantar. Y esto fue lo que pasó cada día cuando Elsa entraba en su radio de acción. No acababa de verla cuando ya su corazón se ponía a cantar como un loco, y al pobre Mario no le quedaba más remedio que huír despavorido. Su vida en la oficina se convirtió en un infierno, así que se fue al médico y pidió una baja por depresión. No podía volver a ese sitio, no podía volver a ver a Elsa.
Al quinto día de estar en casa ocioso, ansioso, hecho un asco, sonó el timbre de la puerta. El chico ni siquiera echó un vistazo y abrió la puerta, pensando que era su madre, que previamente le había amenazado con visitarle.
- Hola, Mario, me han dicho en la oficina que estabas enfermo y he pensado que quizá necesitarías algo...
Allí estaba ella, de pie, frente a él, dejándole sin escapatoria. Su corazón comenzó a cantar.
- Esa canción -dijo Elsa-, la he escuchado antes...
 El pobre Mario, avergonzado y sin tener a dónde ir, se llevó las manos al pecho en un futil intento de acallar a su cantarín corazón, que ya para entonces, berreaba como un loco. En aquel momento, lo único que quería era que el suelo se abriera y se lo tragara enterito, o arrancarse el corazón y lanzarlo lejos, como si fuera una granada.
Entonces, Elsa le agarró suavemente las manos y se las apartó del pecho.
- Déjale que cante,  me parece que ya le has obligado demasiado tiempo a estar callado. Y esta es la canción más hermosa que me han cantado jamás.
Por primera vez, Mario la miró directamente a los ojos y entonces vio la mujer más hermosa del mundo. Y esto mientras escuchaba la más bella canción de amor.

martes, 3 de enero de 2012

No me olvides

Lo de la memoria de Carmen comenzó poco a poco, de esas cosas que al principio no das importancia: el no saber qué día de la semana era, el nombre de un primo lejano, loa enseres de la compra... Cosas típicas de la edad, pensaba Gerardo, que ya eran muchos años a la espalda y que uno se olvide de esas tonterías pues es lo más normal del mundo. Pero lo cierto es que su memoria fue a peor, hasta que un buen día, Carmen olvidó quién era Gerardo.
Que el amor de tu vida, con el que has pasado casi sesenta años, de repente no sea capaz de reconocerte es un golpe demasiado duro, es como que te arrancan una parte de ti mismo, porque tus recuerdos no son de ti solamente, sino que son recuerdos de dos y si uno de ellos los olvida, es como si jamás hubiesen existido. Así que Gerardo no iba a permitir que su vida desapareciera, porque puede que no fuese la mejor vida del mundo, pero era la suya, la suya y la de su mujer, y había sido una buena vida. Si todos los pretendientes que la habían rondado no le echaron para atrás cuando eran jóvenes, una enfermedad estúpida no lo iba a hacer ahora. Así que Carmen no le recordaba, ¿verdad? pues entonces, lo que tendría que hacer era volver a enamorarla, tampoco sería tan difícil, porque ella no sabría quién era él, pero él la conocía perfectamente a ella.
La mujer estaba sentada en el comedor de su casa cuando apareció su marido. Gerardo llevaba el traje de los domingos y un ramo de Nomeolvides, las flores favoritas de ella.
- Buenos días, señorita -dijo él acercándose a ella-, ¿me permite acompañarla en este ratito?
- Oh, me encantan estas flores -dijo ella a modo de respuesta-. ¿Es usted de por aquí?
- De aquí al lado -Gerardo puso el cd en el reproductor como le había explicado su nieto Antonio-, ¿le parecería un atrevimiento si le pido que baile conmigo?
- Recuerdo esta canción, era mi preferida...
Carmen se dejó levantar, tomada de la mano, con los ojos brillantes y ligeramente ruborizada. Mientras bailaban, ninguno de los dos pudo apartar la vista del otro. Y así estuvieron un buen rato, disfrutando de su compañía mutua como si fuera la primera vez, para ella porque no recordaba las anteriores, para él porque era todo como cuando se conocieron.
- Dígame, señorita -dijo él al final de la cita-, ¿me concedería el honor de poder visitarla de nuevo mañana?
- Me encantaría, caballero -respondió ella emocionada-, pero no sé si le voy a recordar, últimamente no sé dónde tengo la cabeza.
- No se preocupe, no tiene usted que recordar nada, ya lo haré yo por los dos.
Y así, todos los días, Carmen y Gerardo tenían de nuevo su primera cita.