sábado, 25 de febrero de 2012

Desde la penumbra

Nunca he sido de mucho dormir, supongo que porque mi cabeza siempre anda trasteando con cosas, planes, decisiones, y un millón de cosas más. Soy así, no lo puedo evitar, me acuesto pensando y me levanto a las cinco horas repensando. Doy un par de vueltas en la cama intentando volver a enganchar el sueño, pero sé que es inútil. Me levanto a por un vaso de agua y regreso al dormitorio. Me siento frente a la cama y desde la penumbra la observo dormir. Ella sí que duerme. Ocho, nueve y hasta diez horas si la dejan. Y yo la dejo, porque nunca es tan perfecta como cuando está dormida, con ese aire casual que la envuelve.
Siempre se queja que la calefacción está muy alta y se muere de calor en la cama, yo le digo que como es calefacción central no se puede hacer nada para bajarla. Pero es mentira, en realidad, la dejo así para ver como se destapa en sueños, dejando en libertad su maravilloso cuerpo, con esa piel lisa, tersa, marmólea. Me imagino a mi mismo acariciando esa suavidad hecha epidermis. En mi mente, veo como mi mano repasa amorosamente todas sus curvas. Solo en mi mente, nunca me atrevo a tocarla de verdad, tengo miedo de que al hacerlo ella desaparezca y que todo sea un sueño.
Ella gime un momento, lo hace a menudo, porque siempre tiene sueños intensos, para ella todo es real, tanto despierta como dormida. Yo adoro sus gemiditos. Son como pequeñas notas musicales que me acompañan en mi penumbra. Los emite con los labios ligeramente entreabiertos. Yo lo observo con atención, deseando secretamente besarla hasta el amanecer, pero no lo hago, porque tengo miedo de que al intentarlo, todo se desvanezca y descubra que realmente estoy solo.
Como inquieta, se revuelve contra la almohada. Un mechón rebelde de su cabello le cruza el rostro y compruebo una vez más que la perfección no tiene límites. Porque ella no hace nada, simplemente duerme, y sin embargo,  observándola yo desde la penumbro encuentro todas las razones del mundo. Quiero besarla, abrazarla, quiero quererla, poseerla, hacerle ver que estaré por ella y para ella, que me hace feliz simplemente verla dormir. Y pienso que la única manera en la que llegaría a ser más feliz aún es que algún día yo duerma un montón de horas seguidas y que, al despertar, encuentre que ella está en esta silla, observándome desde la penumbra.

lunes, 20 de febrero de 2012

Limosna de amor

Nicanor era un vagabundo de lo más extraño. Todos los días aparecía a media tarde en la plaza del pueblo, con un viejo estuche y una destartalada silla de playa. Entonces se sentaba tranquilamente, y sacaba su trompeta del desgastado estuche. A pesar de la edad del instrumento, casi tanta como la que tenía el propio Nicanor, aún conservaba algo del resplandor de su glorioso pasado. El anciano le pasaba al instrumento un pañuelo con delicadeza por todos y cada uno de sus recovecos y pistones. Cuando por fin estaba listo, entonces tocaba. Era una melodía hermosa, cálida, llena de amor. Cuando la gente la escuchaba, no podían evitar parar un momento sus corazones para disfrutarla. Los amantes entrelazaban las manos, los padres abrazaban a sus pequeños, los primerizos se rozaban tímidamente con las puntas de los dedos. Entonces, cuando la canción terminaba, Nicanor volvía a guardar la trompeta, recogía la sillita y abandonaba la plaza. Y así todos los días, desde hacía ya casi cincuenta años.
alguna vez hubo alguien que intentó darle una limosna, porque en honor a la verdad, hay que decir que el pobre viejo tenía más bien pinta de vivir en la calle y de la caridad, pero Nicanor siempre se negó a aceptar ni una sola moneda, ni tampoco alimento alguno. Y cuando le preguntaban que qué era entonces lo que quería, lo que necesitaba, el siempre decía lo mismo: lo único que quiero es amor.
Aquello era muy extraño. Las personas no van por ahí regalando amor a cualquier desconocido, y menos a un anciano con pinta de pordiosero, así que ante su respuesta, todos le sonreían y se marchaban discretamente. Nadie lo entendía, como tampoco había quién entendiera que siempre tocara la misma melodía y que siempre lo hiciera delante de aquella  casa cerrada y medio derruída de la plaza.
Ella se llamaba Gregoria, pero el nombre no le hacía justicia. Nicanor no pudo pensar en nada más desde el primer día en que sus ojos se cruzaron, pero él era incapaz de decirle nada, no creía que tuviese alguna posibilidad con una mujer tan hermosa, tan inteligente, tan infinitamente perfecta. Atormentado por su propio amor, le compuso aquella sobrecogedora canción, pero por supuesto no se atrevió a tocarla para ella. Simplemente, se sentó frente a la fachada de su casa, y la tocó. Y a la siguiente jornada volvió a hacer lo mismo, y a la otra, y a la otra... Gregoria, sin apenas saber de su existencia, vivió una vida plena. Se casó, tuvo hijos, nietos, se quedó viuda y finalmente murió, y durante todos esos días de su hermosa vida, le acompañó la hermosa melodía de Nicanor.
Hacía ya años que ella había abandonado este mundo, pero el viejo trompetista seguía acudiendo fiel a su cita, mendigando amor. Finalmente, una chica salió de la casa mientras él tocaba y se le acercó.
- Hola -dijo tímidamente-, soy la dueña de la casa. He venido a recoger un par de recuerdos porque la vamos a echar abajo, y me he encontrado esta nota de mi abuela. Creo que es para usted.
Nicanor tomó la nota tembloroso, sacó las gafas de vista y se las colocó.
"Nicanor, quería darle las gracias por todas las tardes musicales que me ha proporcionado desde hace tantos años. Siempre he esperado que viniese usted a hablar conmigo, antes de que mi Andrés viniera a pedir mi mano, y después de que nuestro bendito Dios decidiera llevárselo con él. Pero ahora ya me he hecho a la idea de que usted no se atreverá a verme. Así que no me quiero ir sin despedirme y darle las gracias por tanta felicidad que me ha proporcionado y por tanta otra que quizá en otro mundo pudo haber sido. Le deseo la mayor de las alegrías en su vida y todo el amor que a mi no me ha permitido regalarle. Que Dios le bendiga".
Dos amargas lágrimas cayeron sobre el papel, pero el anciano las secó rápidamente, y guardó la nota con todo el cuidado del mundo. Y al día siguiente volvió a su sitio, a tocar, y al otro, y al otro, hasta que un día ya no volvió más, y todo el pueblo pareció sumirse en un melancólico silencio.