jueves, 21 de junio de 2012

Dulzura rima con ternura

El día que se casó con Jesús, Cecilia se sintió la mujer más afortunada del mundo. Su marido era bueno, cariñoso, responsable y guapo, no se podía pedir más a la vida. Lo conoció una tarde lluviosa  en una cafetería, tomando un chocolate caliente para combatir el frío. Jesús se acercó a ella y le dijo que al verla tomar el chocolate había entendido cómo una mujer podía ser tan dulce. Era el piropo más bonito que le habían dicho jamás. Al día siguiente, El hombre apareció en la cafetería con una caja de bombones para ella, y al siguiente, con una gigantesca bolsa de gominolas. Ella reía encantada, decía que aquello la iba a poner como un tonel, pero él respondía que era la mujer más dulce que había visto jamás, y que no podía permitir que aquella dulzura se diluyera lo más mínimo. Aquel amor no entendía de flores ni de joyas, sólo de dulces y pasteles, de azúcares y chocolates, de helados y barquillos. Y Cecilia entendió que era el mejor amor del mundo, porque todo el mundo sabe que dulzura rima con ternura.
Cuando por fin decidieron pasar el resto de sus vidas juntos (aunque probablemente, esto ya le habían decidido en el mismo momento en que se conocieron), Jesús construyó el hogar más dulce que nunca había existido. Los ladrillos eran del chocolate más negro y las puertas y ventanas de un hermoso mazapán, los picaportes eran fresas de gominola y los cristales de caramelo de diferentes sabores, el alféizer de las ventanas eran de regaliz del rojo y los marcos de las puertas, del negro. El turrón fue usado para construir la chimenea y los polvos pica-pica para encenderla; el camino de entrada fue asfaltado con peladillas y la cama de matrimonio del más mullido algodón de azúcar. La casa entera era un templo al amor de la pareja, en aquel hogar sólo cabía ser feliz. Y entonces, Jesús murió.
Son esas cosas que pasan cuando menos te lo esperas. Cuando crees que por fin la vida te recompensa por tantos años de sufrimiento y soledad, ella va y te arrebata lo que más quieres. Jesús se fue, poco importa si por un accidente de tráfico o una enfermedad mortal. Cecilia se quedó sola, triste y ni todo el azúcar del mundo pudo ahogar su profunda amargura. La mujer se fue recluyendo, refugiada en sus más acaramelados recuerdos, dejó de tener interés en el presente. Mientras revivía una y otra vez su primer encuentro en la cafetería, sus cabellos encanecieron y ella no se molestó en teñirlos, porque Jesús no estaría allí para verlo; mientras rememoraba su maravilloso primer beso, las ropas se le gastaron, estropeadas, rasgadas, y a ella le daba igual, porque él no podría darse cuenta; mientras recordaba cómo hacían el amor, la piel comenzó a arrugársele y una enorme verruga le creció en la nariz, y ya no es que él no lo viera, es que ya ni Cecilia misma era capaz de ver su terrible aspecto. Sola, triste, amargada, oscura, enclaustrada en la casa más dulce que el amor jamás construyó.
Y ahora vienen esos asquerosos niños, Hansel y Gretel, y sin ninguna consideración se lían a mordiscos con su hogar. ¿Es o no es para comérselos?

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