lunes, 20 de diciembre de 2010

Jou jou jou

- Hola, me llamo Santa Claus y soy alcohólico anónimo.

- ¡Te queremos, Santa Claus!

- Bueno, ya sé que muy anónimo no es que sea, pero realmente voy como cualquier famoso, que nadie sabe quién soy de verdad. Todo empezó cuando los americanos fueron prosperando como nación. Al principio eran unos pringadillos muertos de hambre que venían huyendo de unos cuantos países (de entre ellos, los nórdicos, q fueron los que comenzaron a hablar de mí por aquellos lares). La cosa era que a mí me daban penilla, y aunque me quedaba algo lejos de la ruta, pues no me importaba darme un saltito por allí a dejarles unos cuantos regalos para que sus hijos tuvieron por lo menos un juguetito o algo. Pero poco a poco, fueron prosperando económicamente y de repente, les dio la vena de que eran un gran país y el rollo ese del sueño americano y blablabla. Total, que cuando me di cuenta, ya me habían obligado a cambiar de color, para estar a tono con su cocacola, y a ir a todos los hogares a dejarles presentes. Yo me sentía un poco obligado, más que nada porque pensaba que aquellos pobres diablos no iban a llegar mucho más lejos, pero, oye, que no paraban de hacer y hacer dinero, y, claro, cuanto más tenían más querían. Ya no les valía con un regalillo por chimenea, que va, ahora querían que dejara un porrón de cosas buenas y caras en cada casa. La espalda fue lo primero que se me jodió, con todo lo que tenía que cargar, me dejé los lumbares hechos un cristo. Para combatir los dolores, empecé a tomar un lingotazo de bourbon, que parecía que me calmaba los pinchazos. Pero aquello no iba sino a peor. Mis pobres renos estaban que no podían ni con su alma, culpa mía, que les exigía que volaran como locos para llegar a tiempo a las entregas. Cuando me quise dar cuenta ya era demasiado tarde, el pobre Rudolf se había enganchado a la coca, que era lo único que le daba fuerzas para poder seguir tirando del trineo, y yo, que no quería ver la realidad, me pasé al vodka.  La situación estaba acabando con nosotros, los regalos ya no tenían ningún sentido, sólo querían tener más y más. Cada niño tenía tantos año tras año, que ni jugaban con ellos. Y cuando creía que ya no podía caer más bajo, empezaron a hacer películas sobre mi persona.  Resulta que ahora todo lo que hacen los tontainas de los americanos, el resto de los países quieren imitarlo (¿y quién es más tonto, el que inventa las gilipolleces o el que luego va y se las copia?). Así que me vi recorriendo el mundo entero (en contra del uso horario, para ganar un poco de tiempo), borracho hasta decir basta, y conduciendo como si no hubiera mañana. Supe que tenía un problema cuando tuvimos el accidente. Ver el cuerpo de Rudolf inerte sobre aquel tejado, mientras aún le sangraba la nariz de todo lo que se había metido, me hizo al fin abrir los ojos y decidí que tenía que parar. Y aquí estoy. Llevo ya diez meses sin beber ni una gota, pero cuando llegan estas fechas me pongo muy nervioso.  Veo a los padres comprando compulsivamente para sustituirme. Hasta se llevan a sus hijos para que elijan lo que quieren, ya nada tiene sentido y los americanos siguen invadiendo los medios con mensajes sobre lo bonita que es la navidad, el amor a tu familia, las cenas, los encuentros etc. Entonces, me acuerdo de mi pobre reno, metiéndose rayas del tamaño de un paso de peatones y de lo único que me dan ganas es de meterme cuatro botellas de ron entre pecho y espalda y dormir la mona hasta que llegue febrero.

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