martes, 28 de junio de 2011

Esperanza

Esperanza se levantó temprano, como cualquier otro día.  Aireó un poco la cama y la volvió a vestir, para a continuación irse al baño. Tomar una ducha era ahora mucho más fácil desde que su hijo Alfonso y su nieto le habían quitado la bañera y le habían colocado un plato ducha. Alfonso siempre había sido muy mañoso, como su padre.
Después de un frugal desayuno, nunca había sido de mucho comer, y con la edad cada vez menos, llegó Juani, la chica que había contratado su hija María para que le ayudara en las tareas de la casa. Al principio, le daba muchísimo apuro que una desconocida entrara en su casa y se pusiera a limpiar mientras ella miraba, pero poco a poco, Juani se convirtió en otra de la familia, y muchas veces comían juntas. La chica hacía poco que se había divorciado, así que se hacían compañía mutua.
Tras la sobremesa, Esperanza se puso se mejor traje de los domingos (ya nadie los llama así, pero esa costumbre le era difícil de quitar) y salió a la calle. Compró unos esplendorosos gladiolos en la floristería de doña Anselma, que ahora llevaba su hija Remedios, y se dirigió al cementerio. La tumba de su Alfonso estaba muy cuidada, lo hacía ella personalmente y en esto no había cedido ni un ápice ante sus hijos. Le pasó un paño húmedo hasta dejarla reluciente y le cambió las flores casi marchitas por los gladiolos recién comprados. Respiró profundamente al terminar la tarea. Alfonso había sido un buen hombre y un buen marido, se merecía aquellos cuidados y muchos más.
Al salir del cementerio, Justina la estaba esperando. Justina había sido su amiga desde la más tierna infancia y siempre lo habían compartido todo. Habían nacido, crecido y envejecido en aquel barrio, sus maridos habían sido amigos también. Justina la conocía mejor que sus propios hijos. Se saludaron cariñosamente y se dirigieron al centro de la ciudad.
Llegaron a la manifestación/desfile cuando ya estaba empezada. Había todo tipo de personas, hombres, mujeres y niños, pero sobre todo, había colores, todos los colores del mundo. Esperanza y Justina observaron todo con avidez y un cierto brillo en sus ojos. Había familias enteras, hombres vestidos de cuero, mujeres con las cabezas rapadas, un montón de chicos vestidos de mujer de las formas más divertidas y llamativas. Plumas, lentejuelas y purpurina las rodeaban como si estuvieran inmersas en un mágico cuento de hadas.
Entonces se les acercó un chico joven, no debía de tener más de dieciocho años, con unos panfletos que repartía a todo el mundo.
- Muchas gracias por venir a apoyarnos, señoras -les dijo mientras les entregaba los panfletos-, es muy bonito saber que nuestros mayores también nos aceptan.
Las dos mujeres le miraron un instante en silencio, luego se sonrieron la una a la otra, se cogieron de la mano y, finalmente, se dieron un largo y apasionado beso.
- No hemos venido a aceptar a nadie, joven -respondió Esperanza-, sino a que nos acepten a nosotras.

Porque, como se suele decir, mientras hay vida, hay esperanza.

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