lunes, 24 de enero de 2011

El pintor de arco iris

Alfredo tenía el mejor trabajo del mundo, era pintor de arco iris. Todas las mañanas se levantaba temprano para ir a trabajar, al llegar a la oficina, observaba atentamente la revisión del tiempo en las noticias para saber dónde le tocaba colocar los arco iris. Elegía cuidadosamente los colores según la localidad a la que se dirigía porque cada sitio tenía su propia luz y ya tenía comprobado que no era lo mismo pintar con un amarillo ocre en galicia que en andalucía. También elegía los materiales por la misma razón, tampoco era lo mismo utilizar témperas, que acuarelas u óleos. Una vez tenía ya preparada su paleta, se dirigía a la zona en cuestión y se sentaba a esperar pacientemente. No había prisa, esperar era parte del trabajo. Entonces, aparecía la lluvia y él observaba atentamente hasta que por fin, caían las últimas gotas entre los rayos del sol y la luz se reflejaba de aquella manera maravillosa. En ese momento, Alfredo sacaba las herramientas y comenzaba su trabajo. Una a una iba pintando las difusas líneas del arco iris, con cuidado, con cariño, mostrando los brillos del agua, colocando cada una en su sitio. Cuando por fin había acabado, recogía las cosas y se marchaba a casa, lo hacía lentamente, paseando por la ciudad por la que había hecho su labor, porque aquel momento era el mejor de todo el trabajo. La gente salía a las calles ante la nueva luz y sus rostros se iluminaban al ver el arco iris. No hay nada más maravilloso que la cara de un niño pequeño que ve un arco iris por primera vez y en ese momento comprende que de verdad existen las hadas, los duendes y los unicornios.
Alfredo llegaba a casa satisfecho, y compartía con Marta su jornada. Ambos hablaban horas y horas sobre cómo les había ido a los dos durante el tiempo que habían estado separados. No les gustaba realmente estar tanto tiempo sin verse, no les gustaba estar separados el uno del otro, porque cuando estaban juntos, era como si fueran una sola persona. Pero sabían que el trabajo era necesario (Marta era doctora), no por traer dinero a casa (que también), sino porque hacían que los demás fueran felices, o por lo menos, no tan desgraciados. Así que la pareja se separaba cada mañana con cierta tristeza, pero con orgullo del otro, de saber que lo que hacían era importante.
Cualquiera que conociese a su mujer, diría que Alfredo se había hecho pintor de arco iris gracias a ella. Porque el pobre hombre había tenido una vida desgraciada hasta que Marta entró en su vida. Una infancia dura, una soledad permanente, una falta de amor en general eran las pautas que le habían marcado. Parecía que Alfredo nunca tendría la oportunidad de ser feliz. Así que cuando conoció a Marta, a la maravillosa Marta, que tanto le llenaba, con la que compartía tanta dicha, todos pensaron que fue ella la que hizo que él encontrara el mejor trabajo del mundo. Pero todos se equivocaban. Alfredo ya trabajaba pintando arco iris cuando conoció a Marta. Simplemente, Alfredo decidió que tenía derecho a ser feliz, que debía hacer las cosas de tal manera que fuera la felicidad la que le buscara a él y no al revés, así que optó por tener un trabajo bonito que iluminara las caras de los niños pequeños. Y eso fue lo que enamoró perdidamente a Marta, la cuál nunca hubiese encontrado a Alfredo si él no lo hubiese permitido.

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