sábado, 1 de enero de 2011

Veinte once

El escalador llevaba tanto tiempo subiendo la montaña que había olvidado el mismo día que empezó. ella siempre había estado allí, esperándole, incitándole a recorrer íntimamente su pared. Él recordaba refugiarse a su sombra en la niñez. Recogido por la montaña, el escalador se sentía a salvo, y siempre supo que algún día tendría que ver con sus propios ojos lo que le aguardaba en la cima. Nada de fotos, ni de cuentos de otros, era una cuestión entre la montaña y él, y nadie más. Al fin, llegó el día en que decidió subir, su familia le rogó que no lo hiciera, la montaña era demasiado alta y pendiente, era muy peligroso subirla, el clima se recrudecía en las alturas y no había manera de asegurar el éxito de la misión. Daba igual, no había nada que le dijesen que pudiese pararle. Nadie entendería lo que hacía, pero no le importaba, no lo hacía buscando opiniones de los demás. Como decíamos, era una cuestión entre la montaña y él, y nadie más.
Los primeros cientos de metros no fueron difíciles, la brisa era agradable y los asideros accesibles, un delicioso paseo de reconocimiento, admirando de cerca cada piedra, cada resquicio que desde niño estudiaba con inquietud. Poco a poco, el clima se fue recrudeciendo, el viento era cada vez más fuerte, haciendo la escalada más peligrosa por momentos. Cuando llegó la nieve, empezó a dejar de sentir los miembros, buscó huecos donde descansar y poder calentar los dedos para poder seguir. Cualquier otro en su lugar se habría rendido, pero el escalador no era de esos. No es que fuese un valiente excepcional, simplemente, no sabía abandonar.
Cuanto más subía, más frágil se volvía su piel, no podía llevar demasiada ropa, ni comida, nada que le pudiese estorbar en la escalada, así que los cortes, las heridas, eran inevitables. Tampoco eso le hizo abandonar, ni el hambre ni el dolor, ni la más empinada pared. La montaña parecía mostrarse cruel y salvaje, no era la misma que le protegía del sol cuando era pequeño, ahora era un gigante implacable que se empeñaba en no dejarse conquistar. El escalador ignoraba la crueldad de su amiga, el frío, el hambre, el dolor, todo eso era el precio, y estaba dispuesto a pagarlo.
Llegó a la cima. Casi al borde de la muerte, consiguió conquistarla, domarla, hacerla suya. Cuando volvió con los suyos todos celebraron su victoria. Querían saber, principalmente, qué había sentido al llegar a lo más alto. No contestó, nadie lo entendió nunca, como decíamos era una cuestión entre la montaña y él, y nadie más. No importaba lo que sintió al llegar, porque lo verdaderamente importante era lo que iba sintiendo durante todo el camino. Feliz veinte once.

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