lunes, 28 de marzo de 2011

Lucio

Lucio nació con un defecto genético, era incapaz de tener sentimientos propios y sólo reproducía los de las personas que se encontraban a su alrededor. Al nacer, todos reían a su alrededor por la alegría de su venida al mundo, así que el bebé hizo lo que todo el mundo, se rió junto a ellos. Aquello provocó el asombro general de todos los presentes, y el pequeño volvió a copiar sus sentimientos asombrándose con igual intensidad. La única que se quedó a su lado fue su madre, pero nunca congeniaron demasiado bien, porque ella le tenía miedo, y por lo tanto, él mismo también lo hacía.
En el colegio, la cosa no fue a mejor, su relación con los demás niños funcionaba bien mientras estuviesen jugando a cualquier cosa, pero se iba directa al garete en cuanto alguno caía al suelo y se echaba a llorar. Nadie entendía que Lucio acompañara en el llanto al otro y creían que intentaba llamar la atención. Tampoco comprendían cómo podía de repente ponerse de parte del matón del colegio y repartir el odio y la frustración que el otro tenía dentro. Los adultos intentaban analizarlo, entenderlo, pero es imposible analizar a un niño de cinco años que se comporta de una manera tan irracional como cualquier adulto.
Al final, Lucio estaba solo. Sólo en su interior, donde no había nada, ningún sentimiento propio, ningún arraigo personal, sólo un enorme vacío inexplicable, frío, demoledor. A pesar de cómo eso puede sonar, la falta de sentimientos no hacía daño al muchacho (ya que el daño era en sí mismo un sentimiento), pero sí que le provocaba una morbosa curiosidad que le movió a estudiar y profundizar sobre el tema y, finalmente, le llevó a estudiar la carrera de psicología.
Al llegar a la edad adulta, Lucio decidió probar sus conocimientos adquiridos en su propio gabinete, pero el resultado inicial fue bastante desastroso. No había implicación por su parte, no sabía aconsejar, no podía guiar a los demás a solucionar sus problemas con los sentimientos, puesto que él no tenía ninguno propio. Pero un día, se dejó llevar por su empatía especial con uno de sus pacientes. El hombre observó sus frustraciones en Lucio, como si se encontrara frente a un espejo de su alma y lo entendió todo. Pronto se corrió la voz de la terapia revolucionaria de este nuevo psicólogo, que te mostraba cómo te ven los demás desde fuera y hacía que comprendieras por ti mismo qué era lo que iba mal y cómo solucionarlo. Fue una absoluta revolución, la gente se agolpaba en su sala de espera y Lucio vivía cada día en su propio cuerpo el amor, el odio, la frustración, el anhelo, la esperanza, la codicia, etc, y poco a poco, fue comprendiendo que todos somos iguales, que los demonios interiores son fruto de la verdadera falta de amor. Y finalmente, Lucio aprendió a amar a todos y cada uno de sus prójimos, con sus defectos y virtudes. Nunca aprendió otro sentimiento, pero tampoco lo echó en falta.

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