martes, 31 de mayo de 2011

El afinador enamorado

El afinador llevaba tiempo en este oficio, así que ya había conocido muchísimos instrumentos a lo largo de su vida profesional, pero ninguno se parecía a aquel piano. Desde el primer momento en que lo vio, supo que era diferente. No sólo era su hermoso aspecto, la elegancia de las finas curvas de su cola, su impecable lacado negro que le hacía brillar como una pequeña estrella nocturna, la regia longitud de sus teclas, que parecían extenderse hasta el infinito o el mágico sonido que emitían sus timbradas cuerdas. No, todo aquello estaba bien, pero no era el único piano que poseía dichas cualidades. Este instrumento era diferente por si mismo, tenía un aire distinguido, una belleza que iba más allá de la física. Así que el afinador no pudo hacer otra cosa que enamorarse.
Cada mes esperaba con ansiedad a que el  dueño del piano le llamase para afinarlo. El afinador llegaba nervioso al portal y tomaba una profunda bocanada de aire antes de tocar al timbre y cuando por fin se encontraba ante el piano, contenía la respiración exaltado. Entonces se acercaba a él lentamente, pasando su mano con suavidad por su superficie, tocando todas y cada una de las teclas para comprobar su temperamento, probando el batimiento de sus cuerdas, hasta encontrar las pequeñas fluctuaciones que habían desarmonizado a su estático amante. Seguidamente, levantaba la tapa con extrema delicadeza, mostrando la hermosa desnudez de su caja, examinando con atención los grupos de cuerdas y sus martillos. Y finalmente, con la llave de afinar, el hombre restauraba el frágil equilibrio sonoro del amor. Más de una vez se vio tentado a no hacerlo correctamente, para tener una excusa por la que volver antes a ver al piano, pero no se atrevía a hacer semejante aberración a la más perfecta de las creaciones.
Y así transcurría su vida, afinando instrumentos uno detrás de otro, casi sin poner atención, y sólo esperando el momento mensual del amoroso encuentro. Un día, el dueño del piano le pidió que fuera a un auditorio a afinarlo. Al parecer, daba un concierto esa misma tarde y el traslado siempre desafina a los pianos. El afinador acarició las cuerdas mientras susurraba palabras de amor. Cuando hubo finalizado, el dueño le invitó a ver el concierto. El hombre accedió encantado.
El afinador se sentó en una de las butacas justo enfrente con la idea de poder observarlo todo con pelos y señales, inconsciente de lo que iba a ver. Porque cuando el concierto comenzó, el hombre pudo al fin descubrir que su piano no estaba enamorado de él, sino de aquel hombre pasional que le aporreaba las teclas como si de un demonio se tratara. El dolor se aferró a su corazón y quiso arrancarse los ojos, para no seguir viendo como aquellos dos hacían el amor impunemente delante de todo el mundo, delante de él.
Volvió al mes siguiente, cabizbajo, abatido. Observó a su amante infiel y realizó su labor con lágrimas en los ojos.
- ¿Por qué? -preguntó dolorido-, yo te cuido, te mimo, te lo doy todo. Él te utiliza, te manosea, te violenta. ¿Por qué él y no yo?
- ¿Por qué yo y no otro? -respondió entonces el piano-. Los sentimientos no se controlan, el amor no se elige. Desgraciadamente, se siente o no se siente, y nada hay que podamos hacer para controlarlo.
Al otro mes, el afinador volvió a hacer su trabajo, con pesadumbre, con dolor, con infinito amor. Porque, como le dijo el piano, eso es algo que no podemos controlar.

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