lunes, 11 de julio de 2011

De ratones y borregos

Bernardo había nacido en un laboratorio y no conocía nada más allá de sus paredes. En realidad, no sabía que pudiera existir nada que no fuera el laboratorio. Todos los días, el señor de la bata blanca sacaba a Bernardo de su jaula y le enseñaba un trocito de queso. Entonces, le pinchaba con una inyección que cambiaba de color según el día y lo colocaba en el interior de un laberinto para que lo recorriese en busca del queso que le había mostrado anteriormente. El pobre ratoncito andaba por los vericuetos de aquel sitio, mareado y dolorido por el pinchazo hasta que finalmente encontraba su recompensa. Y aquel era el mejor momento del día, porque el queso que le daba el señor de la bata blanca debía ser el mejor queso del mundo.
Cuando terminaba de disfrutar de aquella delicatessen, el hombre agarraba a Bernardo y lo introducía de nuevo en la jaula, y el ratoncito podía ver desde allí como el otro tomaba notas sobre sus propias andanzas. El pequeño roedor no podía evitar sentirse orgulloso en ese momento. Su labor parecía de vital importancia para el señor de la bata blanca. Así que Bernardo se prometía a si mismo que al día siguiente haría lo imposible para encontrar el queso rápidamente. Claro que también dependería de lo que le inyectara el otro, si le dolía demasiado o le dejaba atontado, tampoco iba a poder recorrer el laberinto de manera veloz...
Esos pensamientos le rondaban de manera casi obsesiva mientras corría y corría en el interior de la rueda, hasta que quedaba totalmente exhausto como para poder dormir del tirón y sin preocupaciones. Hasta que una noche le despertó una voz.
- ¡Eh, tú!
Bernardo abrió un ojo, desorientado. Aquella no era la voz del hombre. Cuando se hubo aclarado la vista, observó al otro lado de los barrotes, un ratoncito igual que él mismo.
- ¿Qué haces ahí dentro? -insistió el otro.
- Soy parte de un proyecto importante -respondió Bernardo, orgulloso.
Y a continuación, le relató al otro la misión primordial que llevaba a cabo entre aquellas cuatro paredes. El pequeño visitante se quedó unos momentos en silencio, hasta que finalmente se decidió a hablar.
- A ver que yo me entere: el tipo te enseña el queso y en lugar de dártelo lo esconde y luego te clava una aguja antes de dejar que tú solito vayas a por el queso escondido. Y, ¿todo eso para qué?
- Tú no lo entiendes, lo que hago aquí es realmente importante. Si no fuera así, ¿por qué ese hombre iba a estar todo el día pendiente de mi?
- A mi no me parece que esté pendiente de ti, sino más bien de si mismo. Y tú ni siquiera sabes lo que estás haciendo. Deberías pensar el porqué de las cosas, sólo así podrás saber si lo que haces es correcto y merece la pena.
Bernardo quedó en silencio, pero a la semana consiguió escapar de las manos del hombre y se encontró con su amigo en las alcantarillas. Ya no volvió a probar aquel maravilloso queso, pero la vida sin inyecciones ni barrotes resultó ser muchísimo más interesante.

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