miércoles, 5 de octubre de 2011

Alejandro y el monstruo del armario

Alejandro se levantó sudoroso, con un mal cuerpo que para qué. Había estado toda la noche dando vueltas en la cama, incapaz de dormir con aquellos ojos clavados en su cogote. Llevaba con aquella historia varios meses, casi desde que había cumplido los seis años, cuando su mamá y él se mudaron a la nueva casa. Cuando vivían en la otra casa con su papá, Alejandro estaba muy contento y feliz, en su cuarto no había ningún monstruo y él dormía plácidamente todas las noches. Pero entonces tres semanas después de su fantástica fiesta de cumpleaños, su mamá le dijo que se tenían que mudar porque su papá y ella ya no estarían más juntos.Alejandro no entendía nada, él creía que todo estaba bien como estaba y no sabía porqué los adultos se empeñan en cambiar las cosas que están bien. Y conocía perfectamente lo que vendría a continuación, porque el chico tenía compañeros de la guardería que estaban en una situación similar. Ahora se mudarían y Alejandro vería a su papá de vez en cuando, y cuando lo hiciera su mamá le daría recados para él, y su papá refunfuñaría y hablaría mal de ella. Un desastre. Eso es lo que hubiese dicho el pequeño si alguien le hubiera preguntado, pero claro, nadie pregunta a los niños esas cosas, la gente tiende a creer que no tienen criterio para las cuestiones serias.
La casa estaba bien, un poco más pequeña que la anterior, pero ahora eran sólo dos, así que tampoco es que les hiciera falta más espacio. No, el problema no era la casa, era el dichoso monstruo que tenía viviendo en el armario. Al principio, Alejandro no fue realmente consciente de que tenía un inquilino alojado en su dormitorio. Sentía algo extraño, como si alguien le observara, pero no había sabido decir porqué.  Hasta que una noche, inquieto, le dio por mirar hacia el armario y lo vio allí, agazapado entre los jerseys, mirándole con aquellos ojos brillantes y relucientes colmillos afilados. El niño gritó con todas sus fuerzas, y su mamá apareció en un santiamén, con los pelos revueltos y el corazón en un puño. Juntos revisaron el armario de arriba a abajo y no encontraron nada, pero él sabía que el monstruo seguía allí, era un artista del camuflaje y sólo estaba esperando a que su mamá volviera a la cama para seguir vigilándole, hasta que algún día decidiera atacarle. El pobre Ale estuvo así un par de semanas, llamando a su mamá a gritos todas las noches, hasta que entendió que aquello no llevaba a ninguna parte, porque el monstruo siempre se escondía cuando ella llegaba, por lo que dejó de llamarla.
Pero aquella mañana de sábado Alejandro había llegado al límite. Llevaba demasiados meses sin dormir bien, y estaba ya que daba pena verle. Aquello tenía que acabar. Así que el chico se levantó de la cama, fue a la cocina y preparó un suculento desayuno para dos: tostadas con mantequilla y mermelada y un delicioso y calentito cola cao. Entonces, se sentó con la bandeja en el suelo, delante del armario, y llamó al monstruo. El otro tardó un rato en salir, pero finalmente lo hizo. Le miró un poco extrañado y, sin decir ni mu, se sentó frente a él a desayunar. Después de un rato, se decidió a hablar.
- No quería asustarte -dijo mientras mordisqueaba la tostada-, pero es que no tengo adónde ir, estoy solo.
- Ya -respondió Alejandro tranquilamente-, eso es lo que pensé, por eso he creído que podíamos desayunar juntos y charlar un poco.
- ¿Ya no te asusto?
- Bueno, un poco -admitió el niño-, pero me he dado cuenta de que tú estás tan asustado como yo. Es lo que pasa con las situaciones nuevas, que al principio te dan miedo, hasta que poco a poco vas entendiendo que porque las cosas sean diferentes, no tienen porqué ser peor, e incluso pueden llegar a ser mejores.
- ¿Y cuándo te has dado cuenta de eso? -preguntó el monstruo intrigado-.
- Ayer mismo -le aclaró Alejandro-. Fui a ver a mi papá. Parecía muy feliz, más que antes, ¿sabes? y no me habló mal de mi mamá, al contrario, me mandó besos para ella.

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