miércoles, 19 de octubre de 2011

Sin tetas si hay paraiso


Cuando me diagnosticaron el cáncer de mama me dio un ataque de risa. Fue mi primera reacción, tal cual, como si me hubiesen contado un chiste malo, de esos que te hacen gracia no por el chiste en si mismo sino porque no acabas de entenderlo del todo. Luego, volviendo sola en el autobús hacia mi casa, acudieron las lágrimas. Todavía estaba en estado de shock, sin saber muy bien hacia dónde me dirigía, viéndolo todo desenfocado, como si estuviese viendo una copia pirata de una película. Entonces, en el autobús sonó una canción de Cyndi Lauper, una de esas que adoraba cuando era una niña, y que llevaba un montón de tiempo sin oír. Y en ese momento pensé que hay cosas que no vuelven, que ya nunca volvería a ser una niña, que iba a perder mi pecho izquierdo o incluso mi vida. Y lloré. Lloré desconsoladamente durante el resto del trayecto, lágrimas frágiles, amargas y terriblemente asustadas. La gente me miraba como si fuera una loca, pero es evidente que a esas alturas me importaba todo un bledo.
Una vez superada esta primera reacción, tuve que empezar a contar a la gente lo que iba a ocurrir (cosas como la quimioterapia o la radioterapia no son fáciles de ocultar). En ese período me parecía un poco al Joker ese de Batman, todo el día con la sonrisa de oreja a oreja cada vez que explicaba a familia y amigos que "todo estaba bien, que no era para tanto". Llegaba a casa destrozada, con agujetas en la cara de tanto mantener aquel maldito rictus. Y entonces, ya a solas, lloraba.
Los siguientes meses fueron, como poco, los peores de mi vida. No era solo la operación, los vómitos por la agresividad de la terapia, la caída de mi cabello, la debilidad y el abatimiento. Era el espejo. Era verme cada día delante de él, mutilada, con aquella horrible cicatriz que parecía decirme a gritos que jamás volvería a ser una mujer, porque hay cosas que nunca vuelven. Los días más horribles de mi vida.
La terapia terminó. Poco a poco fui recuperando fuerzas, mi cabello creció de nuevo, sobreviví a la horripilante enfermedad. Pero la cicatriz no desapareció, mi pecho izquierdo no creció como el cabello. No volvía a ser mujer. Y seguí llorando. El cáncer había desaparecido, pero su hueco lo había ocupado la depresión.
Y entonces, un día, un amigo me contó un chiste malo, de esos de los que te ríes no por el chiste en si mismo, sino porque no acabas de entenderlo. Recordé ese primer pensamiento en la consulta de mi médico. Y empecé a reír. Reí y reí como una loca. Reí por primera vez de verdad desde hacía más de un año. Y aquella risa me devolvió la vida, aquella risa me recordó que ser mujer no significa tener dos pechos. Yo era hermosa, por dentro y por fuera, y ningún estúpido cáncer me lo iba a arrebatar. Porque al fin descubrí que sin tetas sí que hay paraíso.

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