miércoles, 15 de diciembre de 2010

Cavern love



Brutilda era una mujer de las cavernas tradicional. Cada mañana despertaba a su hombre con una lagartija caliente para desayunar, después de despedirle, limpiaba y ordenaba la cueva con esmero (a decir verdad, esto no le llevaba mucho tiempo) y salía a recolectar frutos hasta el atardecer, cuando Neanderpaco volvía de cazar mamuts y la agarraba cariñosamente de los pelos para arrastrarla de nuevo a casa y darle un buen meneo que le sacudía todas las telarañas del cuerpo. Vamos, lo normal, una mujer de su época, feliz y satisfecha.
Una de las funciones más importantes de Brutilda era la de mantener el fuego de Neanderpaco siempre encendido. El fuego era un regalo que los dioses daban a los hombres de vez en cuando en las noches de tormenta, pero había que mantenerlo siempre encendido para no perderlo.Brutilda se había vuelto un poco pija con esto porque ya no soportaba comer carne de mamut cruda, le daba como repelús, así que se levantaba hasta a medianoche para alimentar el fuego y evitar así que se apagara.
Sucedió entonces que un día se vino otro  vecino al barrio. Justo en la cueva de al lado de Neanderpaco y Brutilda, se instaló un chavalito joven, soltero. Al principio, Brutilda sólo quería hacer de buena vecina, y es que no podía permitir que un hombre sólo se apañara con aquella cueva, no estaba bien. Así que se presentó en la caverna con sus mejores galas (un vestidito muy mono de pellejos de comadreja que ella misma había confeccionado) y una lagartija envuelta en una hoja de parra que  había requemado en el fuego de Neanderpaco. Cuando llegó, encontró a Cromandrés intentando poner orden en su nueva caverna. Aquello era un desastre, definitivamente, los hombres eran unos inútiles. Brutilda casi le sacó a patadas de la cueva y se quedó toda la tarde hasta que por fin terminó convirtiendo aquella asquerosa gruta en un hogar. Cuando terminó, volvió a su propia morada, justo a tiempo para que Neanderpaco la agarrara de los pelos y la arrastrara de los mismos hasta el catre. Brutilda no sabía porqué, pero esa noche, el agarrón de pelos le dolió más de lo normal.
Los días fueron pasando. La mujer terminaba rápidamente con sus labores y buscaba una excusa (se la buscaba para si misma, porque allí no había ni el tato mientras los hombres estaban de caza) para acercarse a la cueva de Cromandrés y dejársela impecable. El caso era que el fuego de Cromandrés era mucho más grande y caluroso que el de Neanderpaco, tenía algo especial, la carne de mamut se quedaba más jugosa, las lagartijas no se requemaban nunca…
Brutilda no podía pensar en otra cosa. Aquel fuego la consumía por dentro, como si los dioses la hubiesen tocado directamente en el corazón. La mujer se debatía entre los dos fuegos: el de Cromandrés era grande, poderoso, furioso, pero el de Neanderpaco era cálido,  delicado, y sobre todo, siempre había estado ahí. Brutilda era feliz con el fuego de su hombre, pero no podía evitar escapar de vez en cuando a preparar el mamut en el fuego de Cromandrés. Aquello la hacía sentir culpable y ya no sabía qué hacer.
Al final, como siempre, es el paso del tiempo el que lo arregla todo. Porque con el devenir de los días, el fuego de Cromandrés se fue apaciguando, y por mucho que Brutilda intentara avivarlo, la llama se volvió igual de pequeña y cálida que la de Neanderpaco. Y Brutilda entendió que aquello estaba bien, pero que para eso ya tenía el fuego de su cueva.

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