miércoles, 15 de diciembre de 2010

The lonely vegetarian zombie



Federico siempre fue un chico diferente, incluso cuando estaba vivo. Nadie quería sentarse con él en clase, ni en la cafetería del instituto. Nunca le invitaban a fiestas de cumpleaños, ni a ninguna otra. Era el rarito del barrio. De hecho, nadie le echó de menos el día que murió. Y aunque él fingía que no le importaba, realmente no era así. Así que cuando volvió a la vida como un zombie pensó que aquello sería una segunda oportunidad para poder sentirse integrado. Después de todo, ya no sería el rarito, ¿verdad? Ahora era un monstruo entre monstruos.
El primer indicio de que la cosa no marcharía como pensaba fue lo de comer cerebros. Toda la vida luchando con su madre para que le hiciera un menú vegetariano, peleándose con la dirección del instituto para cambiar el menú de la cafetería, recogiendo firmas (por lo menos, intentándolo), para que ahora resulte que tiene que alimentarse de cerebros de personas vivas. Y esa era otra, él, que estaba absolutamente en contra de la pena de muerte, tenía que matar personas para poder alimentarse. Aquello era totalmente inconcebible, iba en contra de todas sus creencias. Intentó razonar con sus nuevos compañeros, explicándoles las saludables ventajas de una dieta vegetariana, además de la cuestión de las malas relaciones que se fomentaban con los seres vivos cuando se les comía de aquella salvaje manera. Vivir (bueno, vivir unos y “vivir” los otros) en armonía era posible. Federico encontró una misión en su nueva vida. Daría charlas entre los zombies, recogería firmas, prepararía campañas de concienciación, haría todo lo que fuese in-humanamente posible para realizar sus sueños de vivir (”vivir”) en paz y armonía.Era un difícil tarea, casi imposible, aquella que se había impuesto a sí mismo. No es fácil que te atiendan correctamente en la fotocopiadora cuando eres un zombie, existen muchos prejuicios al respecto. Y las charlas con zombies que lo único que responden son lánguidos gemidos moribundos tampoco tenían mucho sentido. De hecho, ni siquiera era capaz de que bajaran los brazos y se pararan a escuchar un momento. Y tampoco consiguió que ningún humano vivo parara de gritar y correr cuando le veían llegar con sus panfletos (los gritos le ponían especialemente nervioso, hasta casi el punto de caer en la tentación de comerse el cerebro de una vecina chillona). Trató de comunicarse con sus familiares, pero su madre, en un alarde de esos de santificada maternidad tan cacareados, le ofreció gustosa su palpitante cerebro. Definitivamente, aquello iba a ser mucho más difícil que poner un menú vegetariano en la cafetería del instituto. Y así andaba, meditabundo y triste, sentado sobre su propia lápida, cuando se acercó a él Sofía.
- ¿Esto es tuyo? -le preguntó enseñando una de sus octavillas-.
- Déjala por ahí, gracias -contestó él sin ganas, pensando que cuando la otra le viese bien se pondría a gritar como una loca-.
- ¿De verdad crees que los vivos y los muertos pueden llegar a llevarse bien? -continuó la otra-.
- Pues ahora mismo -respondió Federico abatido-, no lo tengo muy claro.
- ¿Y si no comes cerebros, de qué te alimentas? -Sofía ignoró la tristeza del otro y se sentó a su lado, animada-.
- El tofu está bastante bien, aunque es un poco más pesado de digerir.
- ¡Qué asco me da el tofu!
Era inútil, si ni siquiera podía compartir una simple comida con un ser vivo, ¿cómo podría lograr una convivencia con ellos? Y ya puestos, ¿cómo lo haría con los muertos? Federico había vivido sólo, y después de la muerte seguiría sólo, sólo hasta la eternidad.
- Discúlpame, debo irme.
Al levantarse, no fue consciente de que se le había desprendido un dedo de la mano derecha. Ya casi salía del cementerio, cuando la otra le llamó.
- ¡Espera! Se te ha caído esto… -le llamó, mostrándole el dedo.
– Gracias -dijo el otro, recuperándolo e intentando ponerlo de nuevo en su sitio-.
- Tengo aguja e hilo en casa -se ofreció ella-. Tú puedes comer tofu y yo otra cosa, porque el tofu no me gusta, pero adoro las buenas conversaciones.
Se fueron juntos. Sofía le cosió el dedo, comieron, charlaron durante horas, rieron viendo “La noche de los muertos vivientes” y al final del día se despidieron, quedando en verse de nuevo al día siguiente. Federico se metió en su tumba esa noche muy feliz. Había pasado toda su vida viendo las diferencias que le separaban de los demás, y tuvo que ser en la muerte, cuando descubrió que las cosas son más fáciles, si en lugar de eso, nos concentramos en las igualdades que nos unen.

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