miércoles, 15 de diciembre de 2010

Success



La semana pasada me encontré a todo el barrio revolucionado. Resulta que el chino de debajo de mi casa se había traído la última chorrada directa de Taiwan: un medidor de éxito. Sí, era un aparatejo que exponía físicamente lo provechosa (o no) que ha sido tu vida hasta el momento. Y claro, siendo de los chinos, aquello venía a un precio irrisorio, por lo que todo el mundo andaba como loco probando el aparato de marras en medio de la plaza. Era una especie de tubo fluorescente que se apoyaba en tres patas mecánicas. Pero lo gracioso de la cosa es que el tubo crecía en función del éxito alcanzado, con lo que las comparaciones eran inevitables. La gente introducía los datos de su curriculum en el chisme y aquello crecía más o menos. Y para qué quieres más, los vecinos entraron en una competencia absurda para ver quién tenía la columna del fluorescente más larga.
Yo no tenía intención de comprar el aparato, pero debo admitir que de vez en cuando (muchas más veces de las que me atrevería a admitir) soy tan banal como el que más, así que finalmente caí en las garras del económico imperio oriental y pillé uno. Me fui a la plaza con los demás y lo saqué de la caja. Venía desarmado y con unas instrucciones (en veinte idiomas, todos menos el castellano, que menos mal que uno se defiende en la lengua anglosajona). Se trataba de ir introduciendo datos a través del teclado de la base, y en función de lo que metías, la columna iba creciendo. Puse todos los trabajos que había ejecutado en mi vida (monitor de tiempo libre, intérprete de sordos, profesor de mates, inglés, física, actor, cantante, camarero…) y cuando terminé la columna no levantaba un palmo del suelo y apenas tenía colores fluorescentes. Me sentí frustrado, mayor, inútil, yo qué sé, no entendía la desazón que me embargaba, porque yo realmente creía ser feliz con la vida que llevaba, pero, claro, si me comparaba con el resto… a mi edad no tenía ni un mísero piso, nada que dejar a mis herederos (ya, ya, lo sé, pero es lo que siempre se piensa). Así que anduve un buen rato mirando aquella chatarra taiwanesa tirado en el suelo, hasta que, de repente, descubrí un pequeño botón casi invisible. Aquel botón me dejaba elegir entre medir el éxito según el criterio de los demás (lo que venía por defecto) o según el mio propio Lo pulsé, cambiando el criterio e introduje los datos que realmente me importaban: los amigos que responden a los momentos bajos (que están ahí igual que yo para ellos), los papeles más maravillosos que he podido hacer como actor (algunos de los cuales he hecho completamente gratis), los textos que salen de mi cabeza de manera espontánea (a veces, cuando vuelvo de alguna borrachera, ejem), la mirada que aún encuentro en el espejo después de todos estos años, los abrazos, las risas, el amor, cada uno de los sueños… Entonces, la columna fluorescente comenzó a crecer y crecer poderosamente, dejando a todos mis vecinos atónitos (más que nada porque no podían creer que un mindundi como yo pudiera tener tanto éxito) y yo comprendí que el éxito sólo puede ser medido por uno mismo, y no por nadie más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario