miércoles, 15 de diciembre de 2010

El coleccionista de piedras



Andrés bajaba todas las tardes a la playa para recolectar sus piedras. Le gustaba llegar sobre las seis y media o siete, porque la luz del atardecer resaltaba los brillos de las más pulidas, y eso le ayudaba a decidir con cuáles se quedaba. Solía coger sólo una o dos, a lo sumo tres, por día. Al principio, cuando empezó a coleccionarlas, llegaba a casa con una bolsa llena de ellas, pero poco a poco se hizo más selectivo (aparte de la cuestión del espacio que ocupaban). Aún así, su maravillosa colección de piedras de mar llegaba casi a las mil quinientas piezas. Ahí es nada.
Cada día esperaba ansioso a terminar su jornada en el taller ocupacional para poder dedicarse a su único pasatiempo. Primero pasaba por casa, ya que su madre le obligaba a cambiarse de ropa y de calzado antes de bajar a la playa, porque siempre acababa hecho unos zorros de tanto arrastrarse por entre los callaos rebuscando. Además, ella también le tenía preparada la merienda en una fiambrera de esas, como las que usaban en los episodios de “La pandilla” que le había regalado en su cumpleaños. Una vez cambiado y con la mochila a cuestas, bajaba felizmente por el camino en dirección a la playa.
La gente del pueblo se burlaba de él. Le llamaban “el tarado de las piedras”. Andrés les contestaba que no era ningún tarado, que lo que tenía era un retraso mental moderado y que eso no le impedía hacer una vida totalmente normal (esto se lo enseñaron en el taller ocupacional), pero entonces todos se reían aún más fuerte. Él terminaba por no hacerles caso y seguía con lo suyo.
Una tarde se encontró con la maestra de la escuela en la orilla. Ella no era del pueblo, y sólo llevaba dos meses allí. Andrés siguió a lo suyo, con la esperanza de que le ignorara y no se metiera con él como hacían todos. Sin embargo, la chica se le acercó.
- Así que tú eres el famoso coleccionista de piedras. He oído hablar de ti.
Andrés no dijo nada, temeroso de que la otra empezara de un momento a otro a reírse de él.
- Es un hobbie muy bonito, ¿sabes? -continuó ella-.
- ¿Por qué estás aquí? -se atrevió a preguntar Andrés- Nadie viene a la playa a estas horas.
- Bueno, de donde yo vengo no hay playa. Es una pena que la gente no sepa apreciar estos atardeceres -respondió ella con una luminosa sonrisa-. Son muy bonitas tus piedras.
- Todos se ríen de mí.
- ¿Por qué?
- Porque no soy tan inteligente como ellos.
La maestra le dedicó a Andrés otra amplia sonrisa antes de contestar.
- Las personas que se ríen de los que son diferentes en el fondo lo hacen porque se odian a si mismos. No soportan sus vidas y les resulta más fácil soltar la agresividad de su frustración con los más débiles -explicó ella-. Y te diré otra cosa: si son más inteligentes que tú, ¿cómo es que no son capaces de admirar la belleza de una piedra pulida por las caricias del mar?
A partir de aquel día Andrés ganó una nueva amiga, Y cuando la gente del pueblo le insultaba al verle de camino a la playa, él simplemente sonreía y les ignoraba, porque ya se sabía más inteligente que ellos.

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