miércoles, 15 de diciembre de 2010

Miedo



Jaime conoció el miedo a la tierna edad de cinco años. Su madre quería que saludara a su padre que les llamaba desde la calle, así que lo sacó al balcón para que él lo viera. Y allí estaba el Miedo esperándole. Apoyado en la baranda, le miraba atentamente mientras la otra le acercaba. Jaime se asustó muchísimo y empezó a berrear como un loco hasta que consiguió que le volvieran a meter en casa.
Después de esa primera experiencia, Jaime se encontró al Miedo a lo largo de toda su vida y en todo tipo de situaciones. Cada vez que se animaba a hacer algo minimamente atrevido, allí estaba el Miedo para recordarle las posibles consecuencias de sus acciones. Si quería subir a una montaña rusa, se lo encontraba sentado a su lado, si quería practicar escalada, lo hallaba al pie de la montaña, si quería probar el puenting, allá que estaba el otro esperándole. Así que poco a poco, Jaime dejó de intentar hacer cosas atrevidas y se fue convirtiendo en un chico cada vez más cobarde e introvertido, con la esperanza de que el Miedo terminara por cansarse de él y dejara de aparecer en su día a día. Pero en lugar de eso, la cosa fue degenerando más y más hasta el punto que el Miedo aparecía en circunstancias cada vez más absurdas, en la piscina de niños, en la hamburguesería, y hasta cuando intentaba hablar con cualquier chica. La vida de Jaime se estaba convirtiendo en una auténtica pesadilla. El Miedo parecía perseguirle a todos lados y en todo momento, sin dejarle un momento de tranquilidad. Jaime dejó de salir a la calle, apenas salía de su cuarto a comer y poco más. Y cuando creía encontrarse definitivamente a salvo, lo pilló esperándole en el baño.
- Hola, Jaime, ¿cómo estás?
Jaime salió disparado a su habitación, echó el cerrojo y se lanzó sobre su cama, con los ojos llorosos.
- Te he echado de menos.
El Miedo estaba sentado a su lado.
-¿Por qué no me dejas en paz? -preguntó el chico desesperado-.
-¿Eso es lo que quieres?
-Desde que te conozco, no he podido hacer nada. Mi vida es un auténtico infierno, ya no quiero ni salir a la calle -lloriqueó el otro-.
-¿Y eso es culpa mía?
-¡Pues claro que es culpa tuya! -le gritó Jaime- Siempre persiguiéndome, asustándome, impidiéndome hacer cualquier cosa.
-Estás equivocado, Jaime, yo no te impido hacer nada -le contestó el Miedo con paciencia-. ¿Sabes para qué existo? Para ayudar a las personas a sobrevivir, a valorar las cosas y su propia vida, pero nunca para impedirles hacer nada, sólo para salvaguardarles. Si quieres que me vaya, me iré. Pero no tener miedo no te hace ser valiente, sino temerario. El valiente es aquel que conoce el Miedo y se atreve. Supérame y tendrás la mejor de las recompensas, pero si dejas que te domine mi presencia, entonces será mejor que te mueras, porque no tendrás una vida de verdad.
Y lo entendió. Así que cuando el Miedo apareció en su primera cita con una chica, Jaime le hizo un hueco para que se sintiera cómodo, pero la verdad es que no le hizo caso en toda la tarde.

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