miércoles, 15 de diciembre de 2010

Etapas



En honor a la verdad, debo decir que la primera vez que maté a alguien fue accidentalmente. Tenía yo seis añitos y mis padres me habían castigado sin postre porque había dicho mi primer taco (creo recordar que fue “coño”), así que me cogí tal berrinche que me fui directo al balcón y lancé una maceta a la calle. Dijeron que había sido un accidente y nadie me culpó de nada. Pero, claro, a mí aquello me supuso un descoloque de agárrate y no te menees, porque a los seis años todavía eres muy influenciable y cualquier cosa que te pase, pues te marca de por vida. Y así estaba yo, que por decir coño me habían dejado sin postre y por matar a doña paquita, la portera, no me habían hecho nada. De forma que hoy en día soy una persona extremadamente educada, pero pelín asesino en serie.
Con los años descubrí que lo de matar tampoco estaba bien, pero está demostrado que lo que te ocurre en los seis primeros años de vida te marca mucho más que el resto de tu tiempo. En la adolescencia aprendí a esconder mi rastro; me sentía el rey del mundo y capaz de hacer lo que me diera la real gana. Me dediqué a cargarme a todo aquel que me incordiaba en el instituto (nadie sospechaba de aquel chico tan educado y un poco friki). Es normal, era una cuestión de hormonas. Cuando eres adolescente te lo tomas todo mucho más a pecho, y en mi caso, eso significaba sacarle las tripas al gordo cabrón de Garrido (que siempre me daba collejas cuando pasaba a mi lado y me robaba el bocata y la paga en el recreo) y tirar su seboso cuerpo atado a una piedra al río. Que sin piedra igual se hubiese ido al fondo, con lo que pesaba el desgraciado.
Luego, cuando llegó la veintena, las hormonas y todo lo demás se fueron controlando, así que ya no tenía necesidad de asesinar a cualquiera para demostrar mi poder. Muy por el contrario, fui un joven con inquietudes, con ganas de hacer del mundo un lugar mejor. Creo que por esa época fui el mejor voluntario que Greenpeace pudo tener jamás. Casi no hacía falta que nos subiéramos a las lanchas a perseguir balleneros.
Sin embargo, lo que pasa con los ideales es que con los años se van deformando, porque la intención es buena, pero ¿quién decide lo que está bien y lo que está mal? En la treintena seguía teniendo ganas de dejar el mundo en mejores condiciones que lo encontré, pero ya pensaba más localmente. Hoy en día no sé si el mundo está mejor sin el director de la sucursal de mi banco o sin mi jefe, pero debo reconocer que yo sí que estoy mejor.
Al final, los ideales van desapareciendo, te enamoras, creas una familia, niños a los que alimentar, colegio, comida, facturas… Y piensas que ya no sólo no quieres comerte el mundo, sino que lo único que esperas es que el mundo no te coma a ti. En la actualidad, me he vuelto empresario y sólo asesino por un módico precio. Soy mucho más práctico y sensato, tengo responsabilidades que no puedo eludir. A veces, me siento en el balcón tomando una cerveza mientras observo a mis vecinos pasar y no puedo evitar echar de menos los viejos tiempos. Pero entonces vuelvo la mirada hacia mi hogar y veo a mi pequeño Jorgito riendo y saltando, y sonrío pensando que estoy haciendo lo correcto, porque Jorgito ya ha aprendido que no debe decir tacos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario